Esta
mañana estoy sentado en mi bohardilla, junto a la puerta abierta, con un paño
mojado en las sienes, escribiendo en mi cuaderno. Una leve corriente con olor a
col hervida, apenas alivia la resaca de la cena en el Café de l´Opera. Ayer, 10
de julio de 1852, me jubilé con una función de Otelo. En cuanto terminó, los confrates
de la Fraternidad
Libre de Artistas, salimos cogidos de las manos, indiferentes
a las carcajadas de los juerguistas de noche de sábado, que resonaban en las
arcadas del Palais Royal. Al llegar a la altura del nº 8, el Responsable, se
giró en dirección a cierta pared, en la que existe un friso de mármol amarillo,
con un buey en relieve, vestido de señora antigua. Allí me dieron la noticia de
que habían pensado en Le Boeuf á la
Mode para el banquete de mi despedida, ya que, el
establecimiento que está debajo del buey vuelve a ser restaurante y no de los
peores. Miré a mi alrededor, muy desalentado al ver las sonrisas, que alargaban
hasta el infinito los bigotes en cuerno de toro de mis hermanos. Amados, les
dije, me veo en la obligación de declinar el gran honor que me hacéis a causa
de algo que me pasó hace mucho tiempo. Como parece que tengo cierta gracia, lo
tuve que contar. Quiero dejar claro que fue el Responsable quien me ordenó
novelarlo por escrito, para su publicación en La
Barricada. Pues bien, el asunto no tuvo
ninguna gracia.
En
1796, cuando la guillotina, todo París se peleaba por cenar en el restaurante
que había aquí, llamado Meot, que pronto se cambió su nombre por Le Boeuf a la Mode. Tal denominación
era debida al buey disecado de aspecto marcial que se colocaba junto al sofá de
la entrada, el cual se vestía a la moda de las parisinas y cambiaba según esta,
o a veces, la precedía. En la época del directorio cogió el traspaso un tal
Tissot quien, tal como correspondía, vistió al reseco bovino de incroyable: Vestido rosa pálido, un chal
de seda azulina cubriéndole el cuello y la barbilla, un tocado de plumas del
mismo color y zarcillos de cadeneta en las orejas. Fue en tiempo de este patrón,
cuando se esculpió la enseña en mármol amarillo que me acabáis de mostrar,
amados confrates. El restaurante servía la típica comida casera parisina, o sea
bouillón de buey, empanadillas de manzana y blanchette de ternera. Pasaron los
años; el buey dejó de estar de moda y poco a poco el local fue perdiendo
categoría. Ya en 1821, durante la restauración, era un simple bistrot sin nada
más destacable que su dueño, Prosper Montagné, el de la célebre mirada metálica
y los brazos simiescos con los que empujaba a la puerta a todo aquel que se le
atravesaba.
No
era el caso de Léo, Sergé y el que os habla, que representábamos el Malade justo aquí al lado, en el
Français. Tan pronto caía el telón nos dirigíamos a Le Boeuf, donde a veces
sobre la misma barra, pringosa de azúcar y grasa, nos echábamos al cuerpo unas
gnoles mientras requebrábamos a Léo. Nos volvían locos las flores de tisis que
asomaban a su rostro. Modas. La verdad sea dicha mi compañero llevaba las de
ganar, algunos aún recordaréis a aquel gigante normando de ojos verdes en el
personaje de Mr. Purgón y yo...
bueno, confrates, ya veis que no he crecido. ¡Acabaré cortejando al buey! me
decía. El pobre bicho también andaba de capa caída. Por pura desidia de aquella
especie de simio que era Montagné, el buey, acostumbrado a ir a la última,
seguía en 1821 vestido a la incroyable,
igual que hace veintitantos años. Lo lógico sería que el buey vistiera las
cañas con mangas huecas y corsé prolongado a medios cuartos traseros. ¿Quién
qué no fuera un bóvido estúpido, podía usar ya aquellas largas chalinas que te
tapaban el cuello?
Papá
Trevel.
Aquel
cliente admiraba a los actores. No creo que una descripción os sirva de nada,
hermanos: no podríais imaginar a ese ser todo cabeza. El resto del cuerpo,
parecía algo despreciable, como la cesta de un globo Montgolfier. Aunque,
después de lo que le pasó, no me extraña. Llegaba siempre en cuanto acababa la
función, y, tras rodear desconcertado al buey, como si fuera la primera vez,
venía a nuestra mesa. Una vez allí, me abrazaba por detrás, en los hombros,
para felicitarme por mi papel de Argán.
Quien sabe si no me felicitaba por sobrevivir: Argán, el Enfermo Imaginario, era el personaje que representaba
Moliere cuando se murió en escena. Es comprensible que las personas que
estuvieron en contacto con el misterio de la supervivencia, se vuelvan
demasiado sensibles a estas cosas. Aunque tal vez... era Léo (en escena Mme. Beline, esposa de Argán) con sus ojos azul medicamentoso y
sus rojeces, la que incitaba a Trevel a dirigirse al patrón blandiendo una
moneda para pagar nuestras gnoles. Me caía simpático, porque al fin había
encontrado a un ciudadano que no adoraba a Sergé. Una tras otra las ginebras se
iban alineando sobre el cinc sin que nadie las retirase mientras los codos se
empapaban de pringue, indicando a las claras el ambiente de pretenciosa pobreza
que el dueño había elegido para su bistrot. Un lugar para actores, poetas y sus
admiradores.
Lo
que de verdad nos resultaba incroyable
era que Papá Trevel se empeñara en lucir un gran pañolón o chal hasta la
barbilla, a la moda de mi abuela, lo mismo que el buey. Al principio,
tratándose un hombre tan generoso, no consideramos que tal vestimenta
representara un auténtico problema. Más tarde nos dijimos que tal vez sería un
burgués fanático de aquella remota moda incroyable
y por eso venía aquí: para sentirse como si dijéramos arropado. Veamos: estaban
el buey, él... Dos. Por desgracia la juventud es osada y revoltosa y acabamos por
no conformarnos con las explicaciones simples. ¡Maldigo mil veces la ligereza
con que me metí en aquello!
Era
un hombre bueno. Siempre tenía en la boca un ¿le he molestado en algo, hijo? o
un ¿qué puedo hacer por usted, amigo
mío? Cuando en la conversación salía el tema del Papa o los obispos, su mística
mirada se elevaba hacia el atrapa-moscas del techo. No soportaba que se le
hiciera daño ni siquiera... al buey, al que esquivaba dando un cómico rodeo.
Podía reñirnos cuando le adjudicábamos amantes a Su Santidad, pero luego
terminaba: “Lo siento amigo. Espero que no se enfade conmigo”. Lo que nos hizo
sospechar fueron aquellas miradas metálicas, emaciadas con que Prosper Montagné
fulminaba a aquel burgués a pesar de su patente generosidad como si le conociera
de algo... malo. Como además al hombre se le descolocaba el cabezón, es decir
que se le caía y lo tenía que recolocar en posición vertical con las manos,
hasta que ajustaba las vértebras cervicales, la conclusión que nuestro pequeño
grupo extrajo no pude ser más evidente y ginebrosa.
-¡Oh,
qué horrible! ¡Me está dando dolor de cabeza! Papa Trevel tiene que ser un defouraillé –dijo Léo con aquel mismo
tono de falsete con que se caracterizaba siempre en escena.
-Sí,
he leído el Maleus Malificarum –dijo
Sergé engolado-. A lo mejor sale volando por los aires, con el rabo entre las
piernas y echando azufre por los ojos –para estas cosas, el gigante normando
era algo tardo.
-¡Eres
la más lista de los tres! ¡Tú si que sabes lo que es un defouraillé! -dije asiendo a Léo por los pringosos mitones- Sin
duda Trevel es uno de esos que fueron conducidos al patíbulo pero no
ejecutados, pertenece a esta tribu entre la vida y la muerte de los que
pendieron la horca y se rompió la cuerda; o que fueron guillotinados y la
cuchilla oxidada cayó blanda sobre su cuello, cual una suave pluma. Un defouraillé. En estos casos, el indulto
es de cajón. ¡Estábamos ciegos, ciegos...!
-¿De
esos seres que vieron desfilar todas las escenas de su vida en un segundo? –se interesó ahora Sergé-. Uno que
descolgaron por piedad. O que indultaron sobre la misma báscula. ¡Que estúpidos
sois, el pañolón nos estaba gritando el secreto que escondía! ¿Cómo no os
habéis enterado? Seguro que tiene un costurón espantoso. Un trenzado de cuerda
violáceo, algo que no se puede ver sin horror, que no se enseña sin ofensa...
Esperad ¡ya lo tengo!: puedo aclararos de que se trata. En nuestros tiempos, lo
que te meten en el cuello es... ¡la hoja la guillotina! Quizá el metal penetró
hasta el mismo hueso. La herida se abre como un par de horrísonos labios. El
muy... los ha rellenado con masilla para sostener ese cabezorro –Sergé se dio
un tremendo puñetazo en el cuello, que le arrancó un gemido gutural.
-¿Será
peligroso? –cortó Léo.
-Tenemos que hacer que
nos cuente su historia –dijo Sérge.
-Cueste
lo que cueste –remachó Thelma.
-Cueste
lo que cueste –asentí.
Era
un día de aquel verano. Media hora después de la función apareció por la puerta
y no estaba abatido. Entró con paso firme; de pronto, sobresaltado al ver el
buey, frenó en seco. Una mosca bastaba para asustarle. La cabeza cayó hacia
atrás y fue a quedar enganchada entre los omóplatos, por la zona de la
coronilla. Entonces, metió la mano derecha bajo la barbilla, colocó la
izquierda en el occipucio y se puso a manipular la testa mediante movimientos
semicirculares, como un destornillador. Cuando juzgó que estaba en su sitio,
vino hacia nosotros con cara de circunstancias. Esta vez le habíamos guardado
una silla en nuestra mesa y sin protestar se endilgó una opípara cena a base de
costilleta adobada, risotto y sesos fritos. A fuer de sincero tengo que
advertir que el normando y yo nos habíamos desafiado a sonsacar el secreto y
que habíamos pactado que el premio sería la dama.
Sería
más de media noche y en la mesa ya no cabían más vasos. Montagné se acercó con
la tabla de la carne como si quisiera echarnos a la calle por las malas.
Tenga... paraaa los gastuooosss, dijo Papa Trevel, al tiempo que entregaba una
bolsa de Luises de oro al tabernero, los cuales, tras acercarles este su bugía,
refulgieron, de puro recién acuñados.
“Es
un hombre malo ¡apártense de él!” nos dijo al corazón una de las potentes
miradas de Montagné. Acto seguido, o resignado o comprado, me entregó las
llaves de la bodega, situada en un semisótano, hasta donde en los buenos tiempos se extendía el restaurante.
Unos segundos después atizó una patada
en los flancos al pobre buey y desapareció de escena. Casi no se había apagado
el eco del portazo, cuando escuchamos un fuerte alboroto junto a la puerta.
-¡Váyanse
a otro sitio! ¡Está cerrado al público! ¿No ven qué es una fiesta! –abronqué a
un grupo de modistillas y dandys con chalequillo justaucorps. Trevel dejó caer
sobre mí una cómica mirada en retroceso, como si por la puerta amenazaran con
entrar los Bárbaros del norte o Atila con sus Hunos, en vez de estudiantes y
guanteras.
-Pero
¡ponga la tranca a la puerta! –dijo Trevel-. Siempre les he juzgado por amigos
míos ¿por qué creen que acepté quedarme esta noche?
La
vigilia nocturna, comprada con el oro del burgués, se volvió un tanto
alcohólica. No estoy seguro de quien sacó el tema, pero durante la primera
hora, todos rivalizamos en ofrecernos un fascinante catálogo de ejecuciones.
María Estuardo: fueron a buscar un verdugo francés, con una espada de plata. Se
presentó con ella... mellada. Al quinto golpe, había empapado de sangre las
aristocráticas blondas, puntillas y rasos de las damas de compañía.
-El fuero de su alteza
exigía espada -comenta Trevel.
Robespierre guillotinado con la mandíbula
colgando, sujeta por un pañuelo ¿para qué vendarlo?
-Porque la ley criminal
exige curar al reo, explica el cabezorro.
-Luis XVI al pie de la Afeitadora Nacional : discursea
para perdonar a sus enemigos, los tambores ahogan sus palabras.
-En ningún código se
concede el derecho a pronunciar las últimas palabras –se ajusta la cabeza de un
empellón-. Es sólo una bella costumbre...
Cada
cierto tiempo mandábamos abajo a Trevel, provisto de un candelabro; luego
oíamos chillar a las ratas y al cabo reaparecía por el escueto portón, dejando
caer la cabeza y llevando en la mano una cesta con botellas de aguardiente, de
ginebra o de vino del Mosa. Luego se sentaba, se recolocaba la cabeza con ambas
manos en su punto exacto y volvía a someterse de buen grado a las hábiles
preguntas con que nosotros intentábamos sonsacarlo.
Lo que pasó fue que yo fui el principal
sonsacado. Propuse un juego basado en el dicho “en el vino está la verdad”.
Cada uno contaría, al oído a su vecino, el acto más vergonzoso que hubiese
cometido en la vida. Los secretos irían circulando alrededor de la mesa, hasta
que, al que le tocara la reina de picas, debería publicarlo de forma anónima.
Aquí intervino la mala suerte: Sergé apuntó los labios hacia Léo, cómo se hace
cuando Romeo ronda a Julieta bajo el balcón. Encuentro idiotas esas
exhibiciones de lo buen actor que es, con las que nos obsequia en momentos tan
poco adecuados. Yo creí que le estaba dando una cita. En represalia, confesé a
mi vecina Thelma, que en cierta ocasión había robado un reloj de bolsillo con
un Aquiles de metal dorado grabado sobre la tapadera. La reina de picas le
salió a Sergé; el reloj robado era suyo; dos y dos son cuatro. El gigante
normando me lanzó un vaso y falló, ya
tenía otro en la mano cuando, por suerte, Trevel detuvo el tiempo. Nos enseñó
un reloj tan parecido, que sólo se distinguía por unas plumas a mayores en el
yelmo de Aquiles. Lo puedo asegurar, confrates, porque Sergé lo examinó a
conciencia. “Hay muchos parecidos”, venía a querer decir Trevel en su bondad.
Las dos serían cuando ¡por fin! advertimos que
el hombre del cabezón abatible no era invulnerable. Presentaba todos los
síntomas de una descomunal borrachera, si por tales se consideran los rugidos.
En una de estas, rodó por las escaleras del semisótano. Cuando reapareció, su
cabeza parecía la de la momia egipcia del Louvre: sólo impedía el que acabara
en el suelo, la existencia de un hombro que interfería con su trayectoria.
Supongo que la desconexión le afectó a algún tornillo mental, porque dijo que
no le gustaba mucho hablar de “aquel proceso” y que era mejor que nos
olvidáramos de todo lo que llevaba contado.
No
se puede uno olvidar de lo que nunca le han dicho. Me interesé por lo que
teníamos que olvidar, puesto que...
- ... podríamos irnos de
la lengua en un descuido involuntario.
Para animarle, coloqué ambas manos en posición
paralela, a la altura de su cara, como diciendo “no se nota nada, nada que usted
es un defouraillé”.
-Supongo que yo esperaba
una especie de parodia de proceso –dijo Trevel con su voz de pato-. La
acusación consistía ¡válgame Dios! en que una chiquita del taller de costura,
había encontrado una hoja volandera, en la que el Papa comunicaba a Francia su
excomunión. Esto va a ser un entrar y salir: ¡absolución instantánea!, me dije.
Enseguida caí en la cuenta de que me había equivocado. La Cour de Assises estaba llena
a rebosar, incluidos los periodistas del Moniteur. A la luz de cientos de bujías, que convertía en
día la tarde de otoño, pude ver la gorguera de puntilla de Malinas del acusador
general, Fouquier Tinville. En cuanto vi su facha prepotente, manos en las
caderas, me dije ¡pedirá muerte! Comprendí que fueran cuales fueran mis
esfuerzos, tendría que aceptar ese petitum,
si no quería empeorar mi posición. ¿Qué ganaríamos con añadir una muerte a
otra?
Devolví una sonrisa comprensiva
a Trevel. No es que él hubiera traicionado a la patria, nulo era su delito,
simplemente el era el sosías (a vosotros, confrates os sonará más la palabra
modisto) de un taller de costura y le hacían pagar por ello. Aunque la falta
proviniera de una empleada. Más adelante sabré que la causa de todo fue la
tremenda deuda acumulada por madame Tinville. Se volvía loca por los chales,
sombreros, alfileres y esas cosas tan inútiles como indispensables. Al amante
esposo, para ahorrarse el pago la deuda, no se le ocurrió más que montar una
conspiración de modistas y guanteras. Al parecer, ponían veneno en los guantes.
En cuanto se desnudaban de ellos para dejar que besara su mano un caballero,
éste caía fulminado. ¡He aquí, me dije, como cae un hombre, nada más que por
ejercer un trabajo honrado!
Había dado por sentado,
amados hermanos, que la profesión de sosías era la que había puesto en la
báscula a este pobre hombre. Sin embargo, como se verá muy pronto, este inicuo
juicio de las modistas y las guanteras, acabará siendo la clave del asunto, por
un motivo que no tiene nada que ver.
Las
dos y media más o menos. Sergé se abalanzó sobre la chalina con ánimo de
arrancársela. Entre el gigantón y el tullido se iba a desarrollar un episodio
más del elefante y la pulga. En el último momento le detuvo una especie de
temor reverencial: sus ojos chocaron con aquellos tristísimos de Trevel, acongojados
por un tremendo pesar. Luego, siguió un silencio, progresivamente insoportable.
Tal vez fue ese silencio el que instiló una idea en mi cerebro: es tu turno, Argán. Léo quizá no se daba del mucho
daño que me hacía cuando me miraba con esos ojos azul caramelo, de cuan fuerte
era mi deseo de protegerla de aquellas hermosas flores de tisis que hermoseaban
su rostro y le ponían un término... fatal. Si ganaba la apuesta, aquel Hércules
de Normandía, cesaría de hacerme la competencia. Entonces, incluso un Argán de metro cincuenta y nueve,
tendría su chance. Acerqué la vela a Trevel para que reaccionara, temiendo que
estuviera muy ebrio. Por accidente, vertí cera en su redingote.
-Por
suerte, tenía ahí una mancha de palomino y eso se limpia con cera –dijo.
Clavé
la mirada en su cuello con intensidad de poseso. El no pudo dejar de
reaccionar.
-No
me pasa nada... grave. A veces tengo problemas con el afeitado.
-Es
decir... que no le han cortado el cuello –me descaré en un ramalazo de rabia.
-¿A
quién? Seguro que la revolución ha cortado miles de cuellos.
-No
le he preguntado por la revolución ¿de qué me habla usted?
Durante
un rato nos dedicamos a las gnoles. Pero había tanta tensión que arriesgábamos
acabar a golpes. Por lo que Thelma consideró conveniente evocar una de sus
fastuosas actuaciones en Medida por
Medida, de Shakespeare. Excusado es decir que nuestro Mr. Purgón se puso en pié, ahora convertido en Claudio, dispuesto a compartir la escena. La atroz vaharada de
alcohol que salió al exterior con las declamaciones, adormeció a Trevel.
Claudio.-¡La muerte es una cosa terrible!
Isabela.-¡Y una vida en
la vergüenza, despreciable!
Claudio.-¡Sí!... Pero
morir e ir no sabemos adonde; yacer en frías cavidades y quedar allí para
pudrirse... ¡Es demasiado horrible! La vida terrenal más penosa y más maldita
que la vejez, la enfermedad, la miseria o la prisión puedan imponer a una
criatura, es un paraíso en comparación a lo que podemos temer de la muerte.
Para nuestra sorpresa al
poco, se dispuso a dessss... cargar suuuu cooonciencia, sin ningún esfuerzo por
nuestra parte. La apuesta entre Sergé y yo quedaba en tablas.
-Será
mejor que antes se tome una jarra de café o no vamos a entender nada –dijo Léo.
-¡Café!
–la reprendí yo- ¿Acaso crees que
estamos en el café de Rohan? Buscaré por ahí un poco de vinagre. Tu Sergé, trae
un cubo del pilón.
Creo
que habíamos conseguido guisar al burgués en su punto justo: ni muy cocido ni
muy crudo. Las historias comenzaron a salir una detrás de otra, sueltas,
ligeras, como el humo de nuestros cigarros que teñían de color pizarroso la
aureola de las velas. Yo lanzaba intermitentes y rápidas ojeadas al ventanuco,
temiendo que se insinuara el color lechoso de la aurora y tras ella de nuevo el
tabernero: la noche tendía a finalizar y el hombre ahora parecía deseoso de
contar su historia. Antes, ante otro intento respetuoso por mi parte, de
levantar el pico de su chalina, respondió con una negativa, moviendo la cabeza para un lado, e insinuando
que de poder, hubiera proseguido con el movimiento negativo hacia el otro.
-...
fue cuando la intentona de 1790. ¿No recuerdan la conspiración de las modistas
y las guanteras? –en sus ojos había una sonrisa atormentada-. En la carreta
llevan a dos hombres y una mujer camino de la guillotina, los comisarios
políticos los escupitajean. El primer hombre sube los escalones, tan pronto
llega a la plancha el ayudante de verdugo, de una hábil zancadilla lo tumba
sobre la báscula...
...la hoja que cae. No
pasa nada: el reo sigue vivo, el cuello está intacto. Se escucha un gemido de dolor,
desgarrado, abierto como el vagido de un niño, entrecortado por hipos...
En
le Boeuf a la Mode
los tres jóvenes veinteañeros se intercambian codazos de complicidad. Por fin
lo saben.
Pero
¿qué pasa? El hombre quiere seguir. Oiga, no sea loco, es suficiente. Vale.
Parece no escucharles
...Van
tres veces. Tres ha caído la hoja, tres ha sido incapaz de tronchar el cuello.
La espalda del reo es una ciénaga de sangre oscura. El juez, protegido por una
caseta abierta, mira suplicante su reloj, deseoso de que acabe el suplicio.
También lo es para el. Ahora el reo se levanta, chorreando rojos cuajarones,
con la cabeza medio caída hacia un lado, sujeta apenas por unos jirones de
músculos y nervios...
Sergé
como un poseso levanta en vilo una garrafa de ginebra y permanece un rato
inmenso apurándola: glub, glub, glub...
-
...¡por favor, qué alguien haga algo, se lo imploro, qué alguien me remate!
–suplica el reo a los espectadores-. La multitud llena de piedad, comienza a
arrojar piedras contra el verdugo, contra el primer ayudante, contra el segundo
ayudante, contra los comisarios. Rebotan contra la casamata del juez que mira y
mira su reloj, contra los fusiles de los guardias que arman sus bayonetas...
Por
fin, al final de la noche, el hombre pudo contar su historia. Un momento...
quizás no.
- ...el ayudante del
verdugo, un chico nuevo pero de la familia Sansón que ha dado más de 80
verdugos, resuelve el entuerto. Pide al hombre –un mar de sangre- que se
acueste boca abajo en el tablero, para cortarle las ligaduras. Entonces, con su
filosísimo cuchillo de carnicero, secciona aquellos colgajos de cabeza y puede
al fin arrojarla en la cesta que la está esperando.
Cruce de miradas entre Léo, Sergé, Thelma y
yo. Entonces ¿no era el burgués?
Ahora
sacan a la mujer; le toca. El verdugo jefe y también el juez Levert ya saben lo
que sucede: el anterior ayudante, despechado al ser despedido, ha aflojado
estos dos tornillos tan importantes que sujetan por arriba la armazón de la
guillotina. Esta, al perder verticalidad en la caída, desaprovecha casi toda su
eficacia, que es de carácter cinético y no mero efecto del peso. Arrastran escaleras
arriba a la mujer, que se resiste a
puros mordiscos. Sus compañeras guanteras y modistas inician un coro de gritos
de dolor como en una tragedia griega. El juez mira y mira su reloj y cada
segundo que pasa es como un clavo más que se le atravesara en el corazón. Sólo
el puede detener el degradante espectáculo. Pero si lo hace el tribunal
revolucionario se fijará en él y también su cabeza... ¡Dios mío, no, eso no!
¡La vida más penosa es un paraíso en comparación con la muerte! Arrecian las
injurias, el tablero de la casamata redobla como un tambor; los adoquines de la
plaza de la Libertad empiezan a desenterrarse. La mujer bascula.
La cuchilla que culebrea y cae sin dignidad alguna. El grito. Vive.
El
buey a la moda es el único que se ríe.
Los
dos ayudantes del verdugo se cuelgan de los cabellos de la mujer, le arrancan
materialmente la mal cortada cabeza y un cuero con un buen pedazo de hombro. El
tercer hombre ya no tiene que ser ejecutado: unos espasmos, la mano al corazón.
El corazón. Lluvia de adoquines, un gigantón arroja contra los soldados una
farola del alumbrado. La guardia nacional retrocede en formación cerrada
oponiendo sus bayonetas a la multitud. Con dos fusiles improvisan unas
parihuelas para retirar al juez que se ha desmayado. Un soldado recoloca el
reloj en el bolsillo de su chaleco. Sus miradas furtivas, delatan que ha tenido
intención de robar aquella joya de oro con un guerrero emplumado. No,
imposible.
Días más tarde el comisario del distrito XVIe localiza al desleal ayudante del verdugo, acurrucado en una
leñera. Como su padre es un buen republicano se le permite alistarse para el
frente de Estrasburgo.
Al
final, mientras por lo altos ventanucos se cuela ya el lechoso amanecer, Papá
Trevel parece caer en un estado estuporoso, como si estuviera ya extenuado de
tanto sufrir. Léo se abraza a él y le besa profundamente durante un largo rato.
El cuerpo del burgués es como un globo deshinchado, un cuerpo sin alma. Luego,
sin dejar de abrazarlo con una mano, muy despacio y con gran cariño Léo le va
sacando el chal, empezando por la nuca, que cubre en su totalidad, y así hasta
que el cuello queda desnudo.
Es
un cuello robusto y fuerte; tan sano que no tiene manchas, como el de un bebé Y
los más curioso es que cuando Sergé toma en sus brazos al hombre, ya
desvanecido, para acostarlo en la chaise longue que está junto al buey, aquel
cuello no parece tener ningún problema en sujetar perfectamente la cabeza, sin
la más mínima inclinación o doblez...
FIN
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