domingo, 1 de febrero de 2015

LA ÚLTIMA PENA, LA ÚLTIMA



            Esta mañana estoy sentado en mi bohardilla, junto a la puerta abierta, con un paño mojado en las sienes, escribiendo en mi cuaderno. Una leve corriente con olor a col hervida, apenas alivia la resaca de la cena en el Café de l´Opera. Ayer, 10 de julio de 1852, me jubilé con una función de Otelo. En cuanto terminó, los confrates de la Fraternidad Libre de Artistas, salimos cogidos de las manos, indiferentes a las carcajadas de los juerguistas de noche de sábado, que resonaban en las arcadas del Palais Royal. Al llegar a la altura del nº 8, el Responsable, se giró en dirección a cierta pared, en la que existe un friso de mármol amarillo, con un buey en relieve, vestido de señora antigua. Allí me dieron la noticia de que habían pensado en Le Boeuf á la Mode para el banquete de mi despedida, ya que, el establecimiento que está debajo del buey vuelve a ser restaurante y no de los peores. Miré a mi alrededor, muy desalentado al ver las sonrisas, que alargaban hasta el infinito los bigotes en cuerno de toro de mis hermanos. Amados, les dije, me veo en la obligación de declinar el gran honor que me hacéis a causa de algo que me pasó hace mucho tiempo. Como parece que tengo cierta gracia, lo tuve que contar. Quiero dejar claro que fue el Responsable quien me ordenó novelarlo por escrito, para su publicación en La Barricada. Pues bien, el asunto no tuvo ninguna gracia.


            En 1796, cuando la guillotina, todo París se peleaba por cenar en el restaurante que había aquí, llamado Meot, que pronto se cambió su nombre por Le Boeuf a la Mode. Tal denominación era debida al buey disecado de aspecto marcial que se colocaba junto al sofá de la entrada, el cual se vestía a la moda de las parisinas y cambiaba según esta, o a veces, la precedía. En la época del directorio cogió el traspaso un tal Tissot quien, tal como correspondía, vistió al reseco bovino de incroyable: Vestido rosa pálido, un chal de seda azulina cubriéndole el cuello y la barbilla, un tocado de plumas del mismo color y zarcillos de cadeneta en las orejas. Fue en tiempo de este patrón, cuando se esculpió la enseña en mármol amarillo que me acabáis de mostrar, amados confrates. El restaurante servía la típica comida casera parisina, o sea bouillón de buey, empanadillas de manzana y blanchette de ternera. Pasaron los años; el buey dejó de estar de moda y poco a poco el local fue perdiendo categoría. Ya en 1821, durante la restauración, era un simple bistrot sin nada más destacable que su dueño, Prosper Montagné, el de la célebre mirada metálica y los brazos simiescos con los que empujaba a la puerta a todo aquel que se le atravesaba.
            No era el caso de Léo, Sergé y el que os habla, que representábamos el Malade justo aquí al lado, en el Français. Tan pronto caía el telón nos dirigíamos a Le Boeuf, donde a veces sobre la misma barra, pringosa de azúcar y grasa, nos echábamos al cuerpo unas gnoles mientras requebrábamos a Léo. Nos volvían locos las flores de tisis que asomaban a su rostro. Modas. La verdad sea dicha mi compañero llevaba las de ganar, algunos aún recordaréis a aquel gigante normando de ojos verdes en el personaje de Mr. Purgón y yo... bueno, confrates, ya veis que no he crecido. ¡Acabaré cortejando al buey! me decía. El pobre bicho también andaba de capa caída. Por pura desidia de aquella especie de simio que era Montagné, el buey, acostumbrado a ir a la última, seguía en 1821 vestido a la incroyable, igual que hace veintitantos años. Lo lógico sería que el buey vistiera las cañas con mangas huecas y corsé prolongado a medios cuartos traseros. ¿Quién qué no fuera un bóvido estúpido, podía usar ya aquellas largas chalinas que te tapaban el cuello?
            Papá Trevel.
            Aquel cliente admiraba a los actores. No creo que una descripción os sirva de nada, hermanos: no podríais imaginar a ese ser todo cabeza. El resto del cuerpo, parecía algo despreciable, como la cesta de un globo Montgolfier. Aunque, después de lo que le pasó, no me extraña. Llegaba siempre en cuanto acababa la función, y, tras rodear desconcertado al buey, como si fuera la primera vez, venía a nuestra mesa. Una vez allí, me abrazaba por detrás, en los hombros, para felicitarme por mi papel de Argán. Quien sabe si no me felicitaba por sobrevivir: Argán, el Enfermo Imaginario, era el personaje que representaba Moliere cuando se murió en escena. Es comprensible que las personas que estuvieron en contacto con el misterio de la supervivencia, se vuelvan demasiado sensibles a estas cosas. Aunque tal vez... era Léo (en escena Mme. Beline, esposa de Argán) con sus ojos azul medicamentoso y sus rojeces, la que incitaba a Trevel a dirigirse al patrón blandiendo una moneda para pagar nuestras gnoles. Me caía simpático, porque al fin había encontrado a un ciudadano que no adoraba a Sergé. Una tras otra las ginebras se iban alineando sobre el cinc sin que nadie las retirase mientras los codos se empapaban de pringue, indicando a las claras el ambiente de pretenciosa pobreza que el dueño había elegido para su bistrot. Un lugar para actores, poetas y sus admiradores.
            Lo que de verdad nos resultaba incroyable era que Papá Trevel se empeñara en lucir un gran pañolón o chal hasta la barbilla, a la moda de mi abuela, lo mismo que el buey. Al principio, tratándose un hombre tan generoso, no consideramos que tal vestimenta representara un auténtico problema. Más tarde nos dijimos que tal vez sería un burgués fanático de aquella remota moda incroyable y por eso venía aquí: para sentirse como si dijéramos arropado. Veamos: estaban el buey, él... Dos. Por desgracia la juventud es osada y revoltosa y acabamos por no conformarnos con las explicaciones simples. ¡Maldigo mil veces la ligereza con que me metí en aquello!
            Era un hombre bueno. Siempre tenía en la boca un ¿le he molestado en algo, hijo? o un ¿qué puedo hacer      por usted, amigo mío? Cuando en la conversación salía el tema del Papa o los obispos, su mística mirada se elevaba hacia el atrapa-moscas del techo. No soportaba que se le hiciera daño ni siquiera... al buey, al que esquivaba dando un cómico rodeo. Podía reñirnos cuando le adjudicábamos amantes a Su Santidad, pero luego terminaba: “Lo siento amigo. Espero que no se enfade conmigo”. Lo que nos hizo sospechar fueron aquellas miradas metálicas, emaciadas con que Prosper Montagné fulminaba a aquel burgués a pesar de su patente generosidad como si le conociera de algo... malo. Como además al hombre se le descolocaba el cabezón, es decir que se le caía y lo tenía que recolocar en posición vertical con las manos, hasta que ajustaba las vértebras cervicales, la conclusión que nuestro pequeño grupo extrajo no pude ser más evidente y ginebrosa.
            -¡Oh, qué horrible! ¡Me está dando dolor de cabeza! Papa Trevel tiene que ser un defouraillé –dijo Léo con aquel mismo tono de falsete con que se caracterizaba siempre en escena.
            -Sí, he leído el Maleus Malificarum –dijo Sergé engolado-. A lo mejor sale volando por los aires, con el rabo entre las piernas y echando azufre por los ojos –para estas cosas, el gigante normando era algo tardo.
            -¡Eres la más lista de los tres! ¡Tú si que sabes lo que es un defouraillé! -dije asiendo a Léo por los pringosos mitones- Sin duda Trevel es uno de esos que fueron conducidos al patíbulo pero no ejecutados, pertenece a esta tribu entre la vida y la muerte de los que pendieron la horca y se rompió la cuerda; o que fueron guillotinados y la cuchilla oxidada cayó blanda sobre su cuello, cual una suave pluma. Un defouraillé. En estos casos, el indulto es de cajón. ¡Estábamos ciegos, ciegos...!




            -¿De esos seres que vieron desfilar todas las escenas de su vida en un segundo?  –se interesó ahora Sergé-. Uno que descolgaron por piedad. O que indultaron sobre la misma báscula. ¡Que estúpidos sois, el pañolón nos estaba gritando el secreto que escondía! ¿Cómo no os habéis enterado? Seguro que tiene un costurón espantoso. Un trenzado de cuerda violáceo, algo que no se puede ver sin horror, que no se enseña sin ofensa... Esperad ¡ya lo tengo!: puedo aclararos de que se trata. En nuestros tiempos, lo que te meten en el cuello es... ¡la hoja la guillotina! Quizá el metal penetró hasta el mismo hueso. La herida se abre como un par de horrísonos labios. El muy... los ha rellenado con masilla para sostener ese cabezorro –Sergé se dio un tremendo puñetazo en el cuello, que le arrancó un gemido gutural.
            -¿Será peligroso? –cortó Léo.
-Tenemos que hacer que nos cuente su historia –dijo Sérge.
            -Cueste lo que cueste –remachó Thelma.
            -Cueste lo que cueste –asentí.

            Era un día de aquel verano. Media hora después de la función apareció por la puerta y no estaba abatido. Entró con paso firme; de pronto, sobresaltado al ver el buey, frenó en seco. Una mosca bastaba para asustarle. La cabeza cayó hacia atrás y fue a quedar enganchada entre los omóplatos, por la zona de la coronilla. Entonces, metió la mano derecha bajo la barbilla, colocó la izquierda en el occipucio y se puso a manipular la testa mediante movimientos semicirculares, como un destornillador. Cuando juzgó que estaba en su sitio, vino hacia nosotros con cara de circunstancias. Esta vez le habíamos guardado una silla en nuestra mesa y sin protestar se endilgó una opípara cena a base de costilleta adobada, risotto y sesos fritos. A fuer de sincero tengo que advertir que el normando y yo nos habíamos desafiado a sonsacar el secreto y que habíamos pactado que el premio sería la dama.
            Sería más de media noche y en la mesa ya no cabían más vasos. Montagné se acercó con la tabla de la carne como si quisiera echarnos a la calle por las malas. Tenga... paraaa los gastuooosss, dijo Papa Trevel, al tiempo que entregaba una bolsa de Luises de oro al tabernero, los cuales, tras acercarles este su bugía, refulgieron, de puro recién acuñados.
            “Es un hombre malo ¡apártense de él!” nos dijo al corazón una de las potentes miradas de Montagné. Acto seguido, o resignado o comprado, me entregó las llaves de la bodega, situada en un semisótano, hasta donde en los  buenos tiempos se extendía el restaurante. Unos segundos después  atizó una patada en los flancos al pobre buey y desapareció de escena. Casi no se había apagado el eco del portazo, cuando escuchamos un fuerte alboroto junto a la puerta.
            -¡Váyanse a otro sitio! ¡Está cerrado al público! ¿No ven qué es una fiesta! –abronqué a un grupo de modistillas y dandys con chalequillo justaucorps. Trevel dejó caer sobre mí una cómica mirada en retroceso, como si por la puerta amenazaran con entrar los Bárbaros del norte o Atila con sus Hunos, en vez de estudiantes y guanteras.
            -Pero ¡ponga la tranca a la puerta! –dijo Trevel-. Siempre les he juzgado por amigos míos ¿por qué creen que acepté quedarme esta noche?

            La vigilia nocturna, comprada con el oro del burgués, se volvió un tanto alcohólica. No estoy seguro de quien sacó el tema, pero durante la primera hora, todos rivalizamos en ofrecernos un fascinante catálogo de ejecuciones. María Estuardo: fueron a buscar un verdugo francés, con una espada de plata. Se presentó con ella... mellada. Al quinto golpe, había empapado de sangre las aristocráticas blondas, puntillas y rasos de las damas de compañía.
-El fuero de su alteza exigía espada -comenta Trevel.
 Robespierre guillotinado con la mandíbula colgando, sujeta por un pañuelo ¿para qué vendarlo?
-Porque la ley criminal exige curar al reo, explica el cabezorro.
-Luis XVI al pie de la Afeitadora Nacional: discursea para perdonar a sus enemigos, los tambores ahogan sus palabras.
-En ningún código se concede el derecho a pronunciar las últimas palabras –se ajusta la cabeza de un empellón-. Es sólo una bella costumbre...
            Cada cierto tiempo mandábamos abajo a Trevel, provisto de un candelabro; luego oíamos chillar a las ratas y al cabo reaparecía por el escueto portón, dejando caer la cabeza y llevando en la mano una cesta con botellas de aguardiente, de ginebra o de vino del Mosa. Luego se sentaba, se recolocaba la cabeza con ambas manos en su punto exacto y volvía a someterse de buen grado a las hábiles preguntas con que nosotros intentábamos sonsacarlo.
 Lo que pasó fue que yo fui el principal sonsacado. Propuse un juego basado en el dicho “en el vino está la verdad”. Cada uno contaría, al oído a su vecino, el acto más vergonzoso que hubiese cometido en la vida. Los secretos irían circulando alrededor de la mesa, hasta que, al que le tocara la reina de picas, debería publicarlo de forma anónima. Aquí intervino la mala suerte: Sergé apuntó los labios hacia Léo, cómo se hace cuando Romeo ronda a Julieta bajo el balcón. Encuentro idiotas esas exhibiciones de lo buen actor que es, con las que nos obsequia en momentos tan poco adecuados. Yo creí que le estaba dando una cita. En represalia, confesé a mi vecina Thelma, que en cierta ocasión había robado un reloj de bolsillo con un Aquiles de metal dorado grabado sobre la tapadera. La reina de picas le salió a Sergé; el reloj robado era suyo; dos y dos son cuatro. El gigante normando me lanzó un  vaso y falló, ya tenía otro en la mano cuando, por suerte, Trevel detuvo el tiempo. Nos enseñó un reloj tan parecido, que sólo se distinguía por unas plumas a mayores en el yelmo de Aquiles. Lo puedo asegurar, confrates, porque Sergé lo examinó a conciencia. “Hay muchos parecidos”, venía a querer decir Trevel en su bondad.
 Las dos serían cuando ¡por fin! advertimos que el hombre del cabezón abatible no era invulnerable. Presentaba todos los síntomas de una descomunal borrachera, si por tales se consideran los rugidos. En una de estas, rodó por las escaleras del semisótano. Cuando reapareció, su cabeza parecía la de la momia egipcia del Louvre: sólo impedía el que acabara en el suelo, la existencia de un hombro que interfería con su trayectoria. Supongo que la desconexión le afectó a algún tornillo mental, porque dijo que no le gustaba mucho hablar de “aquel proceso” y que era mejor que nos olvidáramos de todo lo que llevaba contado.
            No se puede uno olvidar de lo que nunca le han dicho. Me interesé por lo que teníamos que olvidar, puesto que...
- ... podríamos irnos de la lengua en un descuido involuntario.
 Para animarle, coloqué ambas manos en posición paralela, a la altura de su cara, como diciendo “no se nota nada, nada que usted es un defouraillé”.
-Supongo que yo esperaba una especie de parodia de proceso –dijo Trevel con su voz de pato-. La acusación consistía ¡válgame Dios! en que una chiquita del taller de costura, había encontrado una hoja volandera, en la que el Papa comunicaba a Francia su excomunión. Esto va a ser un entrar y salir: ¡absolución instantánea!, me dije. Enseguida caí en la cuenta de que me había equivocado. La Cour de Assises estaba llena a rebosar, incluidos los periodistas del Moniteur. A  la luz de cientos de bujías, que convertía en día la tarde de otoño, pude ver la gorguera de puntilla de Malinas del acusador general, Fouquier Tinville. En cuanto vi su facha prepotente, manos en las caderas, me dije ¡pedirá muerte! Comprendí que fueran cuales fueran mis esfuerzos, tendría que aceptar ese petitum, si no quería empeorar mi posición. ¿Qué ganaríamos con añadir una muerte a otra?
Devolví una sonrisa comprensiva a Trevel. No es que él hubiera traicionado a la patria, nulo era su delito, simplemente el era el sosías (a vosotros, confrates os sonará más la palabra modisto) de un taller de costura y le hacían pagar por ello. Aunque la falta proviniera de una empleada. Más adelante sabré que la causa de todo fue la tremenda deuda acumulada por madame Tinville. Se volvía loca por los chales, sombreros, alfileres y esas cosas tan inútiles como indispensables. Al amante esposo, para ahorrarse el pago la deuda, no se le ocurrió más que montar una conspiración de modistas y guanteras. Al parecer, ponían veneno en los guantes. En cuanto se desnudaban de ellos para dejar que besara su mano un caballero, éste caía fulminado. ¡He aquí, me dije, como cae un hombre, nada más que por ejercer un trabajo honrado!
Había dado por sentado, amados hermanos, que la profesión de sosías era la que había puesto en la báscula a este pobre hombre. Sin embargo, como se verá muy pronto, este inicuo juicio de las modistas y las guanteras, acabará siendo la clave del asunto, por un motivo que no tiene nada que ver.
            Las dos y media más o menos. Sergé se abalanzó sobre la chalina con ánimo de arrancársela. Entre el gigantón y el tullido se iba a desarrollar un episodio más del elefante y la pulga. En el último momento le detuvo una especie de temor reverencial: sus ojos chocaron con aquellos tristísimos de Trevel, acongojados por un tremendo pesar. Luego, siguió un silencio, progresivamente insoportable. Tal vez fue ese silencio el que instiló una idea en mi cerebro: es tu turno, Argán. Léo quizá no se daba del mucho daño que me hacía cuando me miraba con esos ojos azul caramelo, de cuan fuerte era mi deseo de protegerla de aquellas hermosas flores de tisis que hermoseaban su rostro y le ponían un término... fatal. Si ganaba la apuesta, aquel Hércules de Normandía, cesaría de hacerme la competencia. Entonces, incluso un Argán de metro cincuenta y nueve, tendría su chance. Acerqué la vela a Trevel para que reaccionara, temiendo que estuviera muy ebrio. Por accidente, vertí cera en su redingote.
            -Por suerte, tenía ahí una mancha de palomino y eso se limpia con cera –dijo.
            Clavé la mirada en su cuello con intensidad de poseso. El no pudo dejar de reaccionar.
            -No me pasa nada... grave. A veces tengo problemas con el afeitado.
            -Es decir... que no le han cortado el cuello –me descaré en un ramalazo de rabia.
            -¿A quién? Seguro que la revolución ha cortado miles de cuellos.  
            -No le he preguntado por la revolución ¿de qué me habla usted?
            Durante un rato nos dedicamos a las gnoles. Pero había tanta tensión que arriesgábamos acabar a golpes. Por lo que Thelma consideró conveniente evocar una de sus fastuosas actuaciones en Medida por Medida, de Shakespeare. Excusado es decir que nuestro Mr. Purgón se puso en pié, ahora convertido en Claudio, dispuesto a compartir la escena. La atroz vaharada de alcohol que salió al exterior con las declamaciones, adormeció a Trevel.
            Claudio.-¡La muerte es una cosa terrible!
            Isabela.-¡Y una vida en la vergüenza, despreciable!
            Claudio.-¡Sí!... Pero morir e ir no sabemos adonde; yacer en frías cavidades y quedar allí para pudrirse... ¡Es demasiado horrible! La vida terrenal más penosa y más maldita que la vejez, la enfermedad, la miseria o la prisión puedan imponer a una criatura, es un paraíso en comparación a lo que podemos temer de la muerte.

Para nuestra sorpresa al poco, se dispuso a dessss... cargar suuuu cooonciencia, sin ningún esfuerzo por nuestra parte. La apuesta entre Sergé y yo quedaba en tablas.
            -Será mejor que antes se tome una jarra de café o no vamos a entender nada –dijo Léo.
            -¡Café! –la reprendí  yo- ¿Acaso crees que estamos en el café de Rohan? Buscaré por ahí un poco de vinagre. Tu Sergé, trae un cubo del pilón.
            Creo que habíamos conseguido guisar al burgués en su punto justo: ni muy cocido ni muy crudo. Las historias comenzaron a salir una detrás de otra, sueltas, ligeras, como el humo de nuestros cigarros que teñían de color pizarroso la aureola de las velas. Yo lanzaba intermitentes y rápidas ojeadas al ventanuco, temiendo que se insinuara el color lechoso de la aurora y tras ella de nuevo el tabernero: la noche tendía a finalizar y el hombre ahora parecía deseoso de contar su historia. Antes, ante otro intento respetuoso por mi parte, de levantar el pico de su chalina, respondió con una negativa,  moviendo la cabeza para un lado, e insinuando que de poder, hubiera proseguido con el movimiento negativo hacia el otro.
            -... fue cuando la intentona de 1790. ¿No recuerdan la conspiración de las modistas y las guanteras? –en sus ojos había una sonrisa atormentada-. En la carreta llevan a dos hombres y una mujer camino de la guillotina, los comisarios políticos los escupitajean. El primer hombre sube los escalones, tan pronto llega a la plancha el ayudante de verdugo, de una hábil zancadilla lo tumba sobre la báscula...


...la hoja que cae. No pasa nada: el reo sigue vivo, el cuello está intacto. Se escucha un gemido de dolor, desgarrado, abierto como el vagido de un niño, entrecortado por hipos...

            En le Boeuf a la Mode los tres jóvenes veinteañeros se intercambian codazos de complicidad. Por fin lo saben.
            Pero ¿qué pasa? El hombre quiere seguir. Oiga, no sea loco, es suficiente. Vale. Parece no escucharles

            ...Van tres veces. Tres ha caído la hoja, tres ha sido incapaz de tronchar el cuello. La espalda del reo es una ciénaga de sangre oscura. El juez, protegido por una caseta abierta, mira suplicante su reloj, deseoso de que acabe el suplicio. También lo es para el. Ahora el reo se levanta, chorreando rojos cuajarones, con la cabeza medio caída hacia un lado, sujeta apenas por unos jirones de músculos y nervios...

            Sergé como un poseso levanta en vilo una garrafa de ginebra y permanece un rato inmenso apurándola: glub, glub, glub...

            - ...¡por favor, qué alguien haga algo, se lo imploro, qué alguien me remate! –suplica el reo a los espectadores-. La multitud llena de piedad, comienza a arrojar piedras contra el verdugo, contra el primer ayudante, contra el segundo ayudante, contra los comisarios. Rebotan contra la casamata del juez que mira y mira su reloj, contra los fusiles de los guardias que arman sus bayonetas...

            Por fin, al final de la noche, el hombre pudo contar su historia. Un momento... quizás no.

- ...el ayudante del verdugo, un chico nuevo pero de la familia Sansón que ha dado más de 80 verdugos, resuelve el entuerto. Pide al hombre –un mar de sangre- que se acueste boca abajo en el tablero, para cortarle las ligaduras. Entonces, con su filosísimo cuchillo de carnicero, secciona aquellos colgajos de cabeza y puede al fin arrojarla en la cesta que la está esperando.

             Cruce de miradas entre Léo, Sergé, Thelma y yo. Entonces ¿no era el burgués?

            Ahora sacan a la mujer; le toca. El verdugo jefe y también el juez Levert ya saben lo que sucede: el anterior ayudante, despechado al ser despedido, ha aflojado estos dos tornillos tan importantes que sujetan por arriba la armazón de la guillotina. Esta, al perder verticalidad en la caída, desaprovecha casi toda su eficacia, que es de carácter cinético y no mero efecto del peso. Arrastran escaleras arriba a  la mujer, que se resiste a puros mordiscos. Sus compañeras guanteras y modistas inician un coro de gritos de dolor como en una tragedia griega. El juez mira y mira su reloj y cada segundo que pasa es como un clavo más que se le atravesara en el corazón. Sólo el puede detener el degradante espectáculo. Pero si lo hace el tribunal revolucionario se fijará en él y también su cabeza... ¡Dios mío, no, eso no! ¡La vida más penosa es un paraíso en comparación con la muerte! Arrecian las injurias, el tablero de la casamata redobla como un tambor; los adoquines de la plaza de la Libertad  empiezan a desenterrarse. La mujer bascula. La cuchilla que culebrea y cae sin dignidad alguna. El grito. Vive.

            El buey a la moda es el único que se ríe.

            Los dos ayudantes del verdugo se cuelgan de los cabellos de la mujer, le arrancan materialmente la mal cortada cabeza y un cuero con un buen pedazo de hombro. El tercer hombre ya no tiene que ser ejecutado: unos espasmos, la mano al corazón. El corazón. Lluvia de adoquines, un gigantón arroja contra los soldados una farola del alumbrado. La guardia nacional retrocede en formación cerrada oponiendo sus bayonetas a la multitud. Con dos fusiles improvisan unas parihuelas para retirar al juez que se ha desmayado. Un soldado recoloca el reloj en el bolsillo de su chaleco. Sus miradas furtivas, delatan que ha tenido intención de robar aquella joya de oro con un guerrero emplumado. No, imposible.
 Días más tarde el comisario del distrito XVIe localiza al desleal ayudante del verdugo, acurrucado en una leñera. Como su padre es un buen republicano se le permite alistarse para el frente de Estrasburgo.



            Al final, mientras por lo altos ventanucos se cuela ya el lechoso amanecer, Papá Trevel parece caer en un estado estuporoso, como si estuviera ya extenuado de tanto sufrir. Léo se abraza a él y le besa profundamente durante un largo rato. El cuerpo del burgués es como un globo deshinchado, un cuerpo sin alma. Luego, sin dejar de abrazarlo con una mano, muy despacio y con gran cariño Léo le va sacando el chal, empezando por la nuca, que cubre en su totalidad, y así hasta que el cuello queda desnudo.
            Es un cuello robusto y fuerte; tan sano que no tiene manchas, como el de un bebé Y los más curioso es que cuando Sergé toma en sus brazos al hombre, ya desvanecido, para acostarlo en la chaise longue que está junto al buey, aquel cuello no parece tener ningún problema en sujetar perfectamente la cabeza, sin la más mínima inclinación o doblez...

FIN


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