domingo, 1 de febrero de 2015

NELO, ÁNGEL DE LA DESTRUCCIÓN


-NELO, ÁNGEL DE LA DESTRUCCIÓN-

       
     
         Existen diversas razones para matar a Dios. Que no se crea en él, que sea perjudicial para los negocios, que se proponga su suplantación por otro más puro y flamígero. El deicida encontrará siempre más de un buen motivo. Por añadidura, tendrá un buen corro de seguidores. Pero yo no consigo recordar ningún motivo elevado que me haya empujado a cometer tamaña barbaridad. Lo único malo que podría decir de Miguel Ángel es que su última Piedad parece una raspa de sardina. Pero de eso a suprimir al florentino sólo para poder acostarme con mi mujer, existe una gran diferencia. Debo confesar que me tenía harto el voto de castidad que imponía a sus discípulos. Sobre todo porque, una vez que se aclararon los hechos, deduje que, a los únicos a los que se aplicaba, era a Vicenta y a mí. La expresión completa era “convertiros en campeones de castidad, amigos míos”. Hoy mismo estaba dispuesto a acabar con aquella situación. “¡Vicenta di Jacopo!”, exclamé para mis adentros. “¡Espero encontrarte sola en casa!”
Vive en un pabellón de mi taller de Montecaballo, él único lugar de Roma donde yo, el pintor del papa, no tengo entrada. Es más, si estamos a punto de cruzarnos por el barrio, se esconde. Ahora está indefensa, tras tan sensible pérdida. Palpo mis brazos, fibrosos por la práctica de la escultura, y me digo que será fácil acabar para siempre con su cruel personalidad. Me imagino su cara cuando salte por su ventana y aterrice en pleno centro de su dormitorio, completamente desnudo. En cuanto se reponga, o sea enseguida, gritará: “¡Así me muera! ¡Se ha vuelto hombre! Qué... ¿qué clase de broma es esta?” Bien podría mostrarse tan injusta. ¿Aún querrás suscitar mi inquietud, Vicenta? ¡Justo ahora! ¡Cuando he tenido valor para cometer el acto mas terrible! Bien podría. Mientras tanto, mis miradas se arrastraran por las paredes como pulpos; se adherirán a su piel de reflejos azafranados; anticiparán el único pecado, el último que me queda, tras haber destruido a Miguel Ángel. Hoy he cambiado la humillación por la cólera.
 Le encanta hacer esos juegos de palabras, sugiriendo que no soy un hombre completo. En cierta ocasión dijo que había quedado muy intrigada por saber lo que pasó entre nosotros en el Bugiale (el lugar de los juegos secretos). Sentí un tremendo deseo de matarla. De matarla o algo así. No, hoy no se va a reír cuando, traída por los cabellos al lecho, dé salida a violencia, tan lentamente incubada. ¡Viciosa! ¡Las mujeres son unas viciosas! ¡Todas! Sé todo lo violento que quieras con ellas, ¡ni se inmutan! ¡Aún así! Aún así Vicenta mostrará esa solemne gravedad que mantiene conmigo desde que a nuestro pequeño, el pobre Michelagnolo, le pasó lo que le pasó. Esa apretada línea de labios, que yo sé crujientes y húmedos, desde aquella vez que los besé tras haber esperado mi turno en la cola.




            Até mi caballo a la argolla del obelisco rojo. Sus ojos despavoridos eran fiel reflejo de lo accidentado del trayecto. Apliqué la palma de la mano sobre su frente para que se calmase. Luego me dispuse a deslizarme por el callejón lateral. Esta mañana me había disfrazado de franciscano. Eso tuvo lugar hace una hora, si no mienten las campanas de Roma. La cosa sucedió así: cuando estaba saliendo de la Capilla Sixtina y vi el panorama, decidí volver adentro y comprarle su hábito a un fraile. Me lo endosé allí mismo, aún caliente, encintándome acto seguido con el cordón de nudos. El paseo hasta Montecaballo había sido tan largo, debido a un incidente con unos peregrinos, que casi me cuesta un disgusto. Incluso ahora, después de descabalgar, no las tenía todas conmigo, pues había un pequeño tumulto junto a la fuente. Lancé una última ojeada al caballo, que se tranquilizó al ver que me alejaba; luego palpé el disfraz, comprobándolo todo. La estameña frailuna delató a mi mano el relieve de una medalla, en directo contacto con mi cuerpo excitado. Nada más. Allí debajo solo había un hombre desnudo, un hombre que no se hacía preguntas sobre su virilidad. Traté de decidir cual era el camino más discreto al callejón.  Por delante de la viña de Carafa era más corto, pero podía ser reconocido y tendría que dar explicaciones sobre lo que acababa de hacer. Bastante lío había tenido con los peregrinos. Era mejor por la fuente de los dos Caballos, donde los aguadores y los muleros suelen ir a lo suyo.
            Hoy, este día de invierno de 1566, Vicenta, si quisiera, podría encontrar justificación en su conciencia para el hecho de que por fuerza, iba a robarle esa prenda que me negaba. ¿No le habían dicho que ya no existía el divino pintor, que la pintura divina había sido destruida? ¿Qué mi hombría ya no está en cuestión? ¿Qué está equivocada, que a quien debe venerar ahora no es a Miguel Ángel Buonarrotti? El Concilio de Trento ha dictado sentencia contra el fresco del Juicio Universal y buscado para ejecutarla a Nelo Riciarelli, aunque muchos me llaman por el nombre de mi pueblo, Volterra. He pagado lo máximo que se puede pagar por una mujer ¿existe algo que iguale al deicidio?
 Antes de saciar mi libido con sus curvas desvergonzadas, decidí fijar en mi retina los detalles del paisaje. Me había propuesto que este acto de amor necesario iba a ser el que trajera a la memoria en el momento de la muerte. Tal vez pudiera considerarse más santo hacer como hizo Miguel Ángel, que en cuanto estuvo en agonía, delante de mí, me pidió que le leyera la Pasión de Cristo. Pero ahora, en el momento de la verdad, quizá deba reconocer que yo estoy hecho de otro barro. O sea de barro.




Había una manada de mulas en la fuente de los dos Caballos y también el borrico de un aguador llamado Caco, abrumado por un par de toneles. ¡Ahora lárgate y deja beber a las mulas, viejo estúpido!, dijo un mulero de rostro embozado, y luego, mirando para mí: No puede entender que en su burro no cabe toda el agua. Levanté la vista. Las estatuas de los dos caballos, color de leche agria, se recortan sobre sus podios contra el rosa de la bruma romana, compuesto por pálidos miasmas de cólera y peste. Giré la vista a la izquierda y miré con los ojos del corazón. Este era el monasterio. Me vi allí, hace un cuarto de siglo, en aquellas tertulias sobre arte o filosofía que tenían lugar en el convento de San Silvestre del Quirinal, por otro nombre el Montecaballo. Pero a día de hoy, lo único que conseguí reconocer, fue una red de lianas que cubría los escombros del convento. Un rayo de sol iluminó el conjunto, deshizo la penumbra. Atisbé entonces el bulto de un animal muerto, cerdo o cabra. Ah, de ahí venía el olor. Pero no voy a ganar nada retrasando el momento fatal. No te recrees con el paisaje.
            Entré en la calleja que da espaldas al pabellón donde vive. En realidad se trata de una dependencia de mi taller, separada por un patio. Tras echar un vistazo, comprobé que seguía siendo vulnerable: allí estaba el pasaje sin salida donde, muy de mañanita, todos se alivian los meados; al fondo, el muro de toba con apoyos para los pies; arriba la vieja galería. ¡La muy desvergonzada! Anda siempre echando esas miradas negras, ya no tan incandescentes, con el escote bajo, casi desnuda, en plena calle. Y ¿qué decir de esos antebrazos de nieve, como apetitosos requesones? Trepé, conteniendo una imprecación a consecuencia de los pinchazos de los cardos. Al encaramarme al balcón, la madera emitió un quejido. ¿O eran mis viejos huesos? Inmóvil, ausculté los sonidos de la casa, mi querida casa de Montecaballo, de la que ella me había expulsado. Nada. Me situé tras la columna romana que enmarca la verdadera fachada y me dispuse a atisbar el interior. Unas palomas que estaban sobre el tejadillo emprendieron el vuelo con gran escándalo. Sentí pudor, debido a la total desnudez de mi cuerpo bajo el disfraz. Estaos quietos, dije a mis huevos. Es que campaneaban como la catedral de Letrán, el día de la fiesta de los claveles. Pasados los cincuenta es conveniente una bragueta, para según que atropellos. Ahora entiendo porqué el papa me mandó ponerle bragas a las imágenes del Juicio Universal. ¡Vaya!, he metido la pata. Se me ha escapado que destrocé los frescos de la Capilla Sixtina, la obra maestra del Buonarroti. En fin, aún no ha llegado el momento de flagelarme con ese apodo de Braguetón, (ponedor de braguetas), con el que sin duda la posteridad me conocerá. Tengo una larga obra por delante, a lo largo de la cual, daré cumplida respuesta a todas las interrogantes.




            Ya más seguro, ante la ausencia de reacciones me abracé a la columna y me desplacé circularmente hasta quedar situado en un lateral de la ventana, que me permitía ver sin ser visto. Aquí el balcón se interrumpe y lo pies se apoyan en una viga de apenas una cuarta. Dios mío, Nelo ¿estás seguro de que has planificado bien el asalto? Otro pensamiento se superpuso a este. ¿Por qué le repugno tanto a Vicenta? Forzando la vista, distinguí un jamón que colgaba de un gancho. ¿Por qué mi sola presencia le produce nauseas? ¿Por qué no me pregunta a la cara las cosas que sospecha o teme? Al principio, la imaginé más que verla, a consecuencia de la diferente luminosidad del interior. Se estaba acicalando con el peine de tortuga que le compré en Livorno. Una vez que se acostumbraron los ojos, la recorrí con la vista. Advertí que vestía una camisa de muselina, muy fruncida, ribeteada en el pecho por una tira color cobre. El escote, recto, era enorme, enorme. Aquel abultamiento cárdeno del corpiño... ¿Cómo se hace para arrancar un corpiño? Estudié dolorosamente cada detalle. Mangas de batista blanca, cinturón de fantasía, el pelo, tapado hasta la mitad por un pañuelo bicolor. Era como si me esperase, si no fuera por el hecho de que, entre nosotros, era yo el único que esperaba desesperadamente. Es que Nelo es tan infinitamente casto que revienta de castidad. Esta vez aquel asaltante que tenía mi aspecto, pero que  no se parecía en nada a mi yo habitual, no necesitaría permiso. Aquel día, mi humillación había sido barrida por la tempestad.
 En cuestión de segundos se iba a desarrollar el asalto y puedo afirmar que es incierto el rumor que esparció Vasari, de que llevaba en mente el asesinato. Rompería con las ataduras morales. Tomaría la mercancía que había pagado. Una mercancía que en los tiempos del papa Sixto, cuando solo se cotizaban las adolescentes, habría sido considerada demasiado mayor. Pero, desde que Miguel Ángel dio rienda suelta a los instintos en su Juicio Universal, la impudicia viscosa nos tiene a todos, jóvenes y viejos, atrapados en su magma. ¿Se habrá visto jamás descoco tal, como el del anciano de barba blanca que se ve a la derecha del fresco? Las húmedas cuarentonas, ya no se consideran perversas, sino exploradoras de su propio cuerpo. ¿Y tú Nelo, a tus cincuenta y siete? Bah, yo soy un hombre.




            Sentí que  esta vez no iba a abandonarme la fuerza externa que me llevaba en volandas, fruto de la trasgresión que había cometido ayer en la Capilla Sixtina. ¿No hay vuelta atrás? ¿De verdad creía que era cierto eso? Decidí que sí. En tal caso ¿por qué no recrearme? Ahora que había terminado de peinarse, podía esperar. Se inclinó hacia delante. Al hacerlo, se ahuecó el vertiginoso escote y se le vieron unas blanquísimas mamas. ¿No es curioso que los atezados sean color azafrán? La simple visión de aquella nieve, es como dar agua al sediento. Entonces, la muy impúdica dio como una especie de salto, estiró ambos codos hacia atrás, proyectó el cuerpo adelante y... se quedó completamente desnuda. ¿Qué pretende, provocando con esas ancas de jaca? Requesón y miel. No podía dejar de mirar fijamente aquellas tetas entreveradas de azafrán. Si pudiera soltar una mano, me la llevaría a la frente, no sabía que hacer, donde poner los ojos. Pero, a mi edad, si sueltas la columna, te matas. Para relajarme, distraje la mirada en la fuente de los dos Caballos. El remedio se reveló ineficaz. Poco después, me encontraba de nuevo con la vista prendida en esos interesantes toques de piel azafranada. Se aplicó ungüento en la piel. Dios, no podía soportarlo. ¿Y si  no era seguro el asunto? ¿Estás convencido de que aquella vez funcionaste? Oh, las tetas se movían como locas. Cielos, ahora sus pies. Bailan sobre las puntillas como unos descocados. Pequeños y blancos, aquí encajan, en esta mano. Es irresistible. 
            El corazón se había acelerado a causa de la escalada y aún no sabía cuanto más se aceleraría en el momento del salto. Y luego estaba lo de desnudarme del disfraz. Hasta aquí, había cumplido su misión. Ya dentro, sería un obstáculo. Un tirón y ya está, eso es lo que había pensado al salir de la Capilla Sixtina. Ponte a dar un estirón agarrado a una columna, a bordo de una estrecha pasarela. Y el cíngulo de nudos ¿qué? ¿Eh? Esto es una columna porosa, procedente de las antiguas termas. Te quedas a ciegas, por un momento te quedas a ciegas. Qué vértigo. Claro que una violencia como la que iba a cometer, es un acto reservado a un león o un jabato. Y yo no soy león ni jabato, sino una oruga pegajosa. Y a ella, la mayoría de las personas no la consideraría una gacela. Alguno diría esa tontería de que los pechos de Vicenta le gustaban más cuando eran dos bolas de marfil y no ahora, que son unos caracoles gigantes cuesta abajo. O que partes del estómago se le habían pegado a la cara. Pero nada puede ser más incierto. Los buenos frutos ganan dulzor cuando maduran. Estos pensamientos... ¡Alto! ¿Nos vamos a volver atrás ahora? No, claro. Yo iba a quitarme el hábito por la cabeza, como un rayo.




 Me propuse olvidar los escrúpulos. Pero cuando ya me había arremangado hasta el pecho, noté que el cíngulo de cuerda se enredaba en la medalla acreditativa de mi cargo como pintor del Concilio. Entre equilibrios, me puse a deshacer el nudo y eso, bien, digamos que eso me enfrió un poco. Lo que me da ocasión para contar como es la famosa medalla. Solo son de oro las seis volutas vegetales que la enmarcan. No soy yo el que lo dice, sino Bini, el prestamista, donde la acabo de desempeñar. El resto, sostiene, es de una aleación de plata y oro, llamada electrón. Tiene forma de pera, coronada por las dos llaves pontificias y el sombrero tres-reinos. En su centro, brilla una custodia escoltada a su vez por dos pequeñas medallas ovales inclinadas, en oposición. La de la derecha, representa la Asunción de la Virgen; la de la izquierda, un incensario, símbolo del valor de la oración que, como el humo, se eleva al cielo.
Salgamos de esta de cualquier forma. Arráncalo, tíralo todo al callejón. No, es imposible. ¿Qué diría el concilio si el emblema de su delegado aparece tirado a la vera de una... de una... de una pintora? (una persona recién llegada a Roma muy bien hubiera podido tomar a Vicenta por una pintora). Desanudado el cíngulo. Zis zas. Desnudo. Estoy desnudo. Un momento... ¿Lo estoy? ¿Se puede considerar desnudo a quien luce una joya que le acredita como sucesor de Miguel Ángel? ¡Bah!, estoy fuera de mí y en estas circunstancias todo el mundo te concede una gran libertad. Interesante situación la de salirse de sí. Están permitidos el rapto, la violación, la desnudez, con o sin  insignia, el asesinato... Incluso puedes saquear Roma, jugar al calcio con las cabezas de los apóstoles o cazar niños. Estaba aprendiendo a salirme de mí y ya era capaz de inyectar los ojos en sangre y todo eso. Encontraría injusto que, tras el arrebato que sufro desde ayer, alguien viniera a suscitar las viejas cuestiones.




 Seguí mirando. Esa viciosa... me provoca de nuevo con los pies angelicales, crujientes como sanpietrinis de mazapán. Puta. ¡Puta, más que puta, requeteputa! Esa desvergonzada... se inclina hacía atrás, unge la espalda, pasea la lengua por los labios, muestra el... Dios mío, esto es una tortura. Tengo que entrar. Agaché la cabeza para atisbar mi propio cuerpo. Sobre el pecho, ancho y blanco, del que mis camaradas dicen esa tontería de que les parece femenino, el brillo metálico de la medalla. Si la dejo al alcance de la calle, seguro que me la roban, en esta ciudad de mendigos que nos ha dejado el Saco de Roma. Una última ojeada al interior. Las moscas revoloteaban, girando alrededor del jamón.
-¡Se acabó! –grité con voz susurrada, al tiempo que tensaba los músculos, preparándolos para el salto. Las moscas aceleraron sus vueltas, en una espiral enloquecida.
Hasta ayer había sido un cobarde. Hoy...

            ...hacía una hora, me había escabullido de la Sixtina, donde había ido a regodearme en la escena del crimen. Entendámonos: los obispos, los cardenales, la familia papal y toda la clerigalla no lo consideraron un crimen ni cosa que se le parezca: me sahumaron con incensarios e incluso me arrojaron los huesos de los faisanes con que celebraron el evento. Huesos con mucha carne. No fue culpa suya sí el cardenal Borromeo me alcanzó en un ojo. El problema está en mi nariz, que no detiene los... pero ya habrá tiempo de hablar de mi nariz. Al salir de la Sixtina empezó a llover y, bueno, los peregrinos no me miraban con buena cara. Sus miradas, afiladas, parecían decir ¿dónde habré visto al tipo de la cara de serpiente? Luego abrían los ojos de golpe y era que ¡ya! De pronto, habían recordado. Empezaron a preguntarse unos a otros por una cuerda, sin perderme de vista ni un instante. Algo muy razonable entre gentes que tienen que atar sus caballerías, la  cuerda. Lo que pasa es que un ermitaño de piernas rencas tuvo a bien ilustrar a la multitud sobre como la utilizaban los Médicis de Florencia. La cuerda. Colgaban a los reos desde las ventanas del palacio de la Señoría, no por el cuello, sino cabeza abajo. Los ropajes se les venían a la cara y quedaban con las braguetas al aire. Deduje que, en materia de cuerdas, si admiraban a los odiados Médicis. No esperé a comprobar para qué la querían y me metí de nuevo en el palacio Pontificio.
Es fácil adivinar el tipo de disfraz que se puede conseguir en el Vaticano. Un hábito franciscano, color malaria, con capucha aparte y cordón de nudos para completar el conjunto. Pero en cuanto me miro en los charcos de este triste mediodía de marzo, que es casi medianoche, me reconozco de inmediato. Tan feo, que dudo que nada de lo que cuente, sirva para hacerse una idea. Si permitiera que me retratasen, aquello iba a parecer un rodaballo en la playa de Ostia, resecándose al sol. Baste decir que, en mi biografía, Vasari piensa utilizar como retrato uno de Carpi, vuelto del revés. Nariz alineada con la frontal, en sentido descendente, como lagarto o tortuga. ¿Pelo o estropajo? Boca saliente, como si fuera pico de púrpura carnosidad. ¿O es un tumor? Si quiero que me ahorquen por lo que hice a Miguel Ángel, lo mejor que puedo hacer es seguir con esta cara, muy a la vista. Mejor la tapo. La unto con albayalde, tizno los ojos. Ahora parezco una cortesana octogenaria desnarigada por el verdugo. Mejor así. Espero que cuando sobrevenga la resurrección de la carne me asignen otro cuerpo. ¡Ah, no, a mí no me hacen repetir! Antes me hago luterano. Por suerte, el hábito tapa un pecho tan ancho como mi altura, que tampoco es mucha. Incluso alguien que no tenga mucha vista, podría confundirme con un atleta. En cuanto a la barba, he oído que la de cierto emperador constituía el paraíso de las pulgas. Deduzco que esa barba en abanico es mi único rasgo imperial.




 Bah, en cuanto supe que el dios de los Infiernos violó a una tal Proserpina y se la llevó consigo, me dije ¿y por qué no tú, Nelo? ¿Qué te puede inquietar? Nosotros, los malvados, podemos catar las bellezas que se nos antojen, como fruta en un frutero. Y Vicenta, aunque a mí me hace daño solo con su desnudez, no sería para todos una beldad. Espero que se me entienda si digo que la nariz es como la de Cleopatra y el vientre revela que ha parido al pobre Michelagnolo. ¡Pobrecito! Uno no se equivocaría mucho si piensa que la aparición en escena de esa desdichada criatura, fue la causa remota de que yo hubiese osado cometer la terrible aniquilación. Vicenta la ha provocado. La clave estuvo en lo que sucedió la pasada navidad. Por esa fecha, aún no había puesto mi mano encima del cuadro de Miguel Ángel y creo que ni se me había pasado por la imaginación. Vicenta abrió la ventana del patio y puso a secar unas medias de punto rosas. Yo formulé por millonésima vez la pregunta vital, en la que me va todo. Para mi estupefacción, esta vez sí respondió:
-Será mejor que te largues de aquí o... ¡juro por Dios que te mato!
-Solo quiero saber de quien es.
-Estás cansado de saberlo. Por eso lo mandaste a la tumba.
-¿Quieres decir que... que... que él...?
-¡Él! ¡ÉL! ¡Miguel Ángel! ¡Es de Miguel Ángel! Ahora puedes morirte. Como le has matado, mátate. ¡Largo de aquí!
            Hacía cosa de una hora menos unos minutos, había vuelto a salir de la Capilla Sixtina, ya disfrazado. Atrás había quedado el sacrificio de Miguel Ángel: el hijo liquida al padre. Mientras bajaba la escalinata, un zumbido creciente me indicó que la colmena vaticana se había puesto en actividad, a tan avanzada hora de la mañana. Abrir y cerrar de puertas, crujir de cerraduras, golpear de tablas, arrastrar de pasos. Eran frailes, que se dirigían a sus confesonarios, vendedores de agnusdei místicos, que pregonaban su mercancía, banqueros que desplegaban divisas sobre sus bancos de madera, presbíteros, sacristanes y monaguillos que empezaban a misar en las capillas del complejo vaticano, eran atracadores que de un garrotazo aliviaban del peso de la bolsa a ricos peregrinos; eran puestos de venta de indulgencias que descorrían sus cerrojos; era Fachino el albañil, que reparaba una gotera a martillazos. Y estaban los aficionados, los amantes del arte que brotaban de las calles aledañas a San Pedro, como ratas en ciudad apestada. Y nos animaban a los artistas, nos lanzaban monedas de cobre, salchichones e incluso indulgencias (estas a cobrar en el Cielo). Había montañas de aficionados. Después entraban en la Sixtina y veían lo que yo había hecho, y ya quedaban menos y no lanzaban nada. Un olor mezclado de incienso, frituras y moho verde, colaboró a ponerme de los nervios. En este momento se rebeló lo acertado de mi previsión de salir disfrazado, porque ya no había nadie que lanzara alabanzas a lo que había visto en la Capilla Sixtina.
-¡Eh, tú, fraaaile! -dijo alguien de entre un grupo de montañeses con plumas de airón en el sombrero, dientes sarrosos y garrotas amarillas- Haz el favor de bendecir nuestros agnusdeeei.
 Bendije como pude aquellos corderitos de loza, cristal o miga de pan, que todos se quieren llevar como recuerdo. No pude menos de escuchar lo que decían unos a otros y me di cuenta que a ni uno solo le convenció lo que había visto en la Sixtina. “¿Dónde estará el asesino?” “Volterra, cara de tortuga ¿dónde te escondes?”. A pesar de que venían de la capilla y lo lógico es que hablaran de asesinato en sentido figurado (asesinato de la obra como asesinato del artista), por un momento me flaquearon las rodillas. Me preguntaba si habrían descubierto mi terrible secreto: que a un viejecito de 89 años como Miguel Ángel, bastó un soplo de nada para matarlo. Hacer mella en su corazón, descargándole encima la implacable verdad. Aunque se trataba únicamente de la destrucción del fresco, como indicaban unas laminas que los montañeses blandían con fuerza de anatemas.
-Oye hermano, estás doblando las rodillas. Y, ahora que me fijo, te miras mucho el pecho. ¿No puedes concentrarte en nuestros agnusdeeei? ¿Es que solo te interesa el colgante que llevas escondido bajo el háaabito?
            Sentí sus miradas clavadas en el bulto que hacía mi colgante. Por el rabillo del ojo observé sus boinas de paño, sus espaldas, mojadas por la lluvia, que al encorvarse les hacían toser. Algunos no volverán a su tierra. Bendije el lote de agnusdei unas diez veces ¿no irán a ponerse codiciosos y querrán robar mi colgante? ¿No serán tan salvajes, verdad? O quizás ¡son capaces de desnudarme, aquí, en pleno San Pedro!
-¿Lo que llevo dentro?: Oh, mi agnusdei de madera –dije, agarrando con gesto rapaz, las mangas del jubón de mi interlocutor-. Está tocado con la cabeza de San Juan. Puedo presentaros un testigo... bueno, habrá que esperar a que salga de la cárcel. ¡Bah, en Roma hay muchos agnus tocados de santos, en vuestros Alpes, ninguno! ¡Os lo cambio por los vuestros!
            Los montañeses me plantearon un amplio muestrario de preguntas, como: ¿Qué cabeza de San Juan? ¿Por qué está en la cárcel? ¿Todos los agnusdei están tocados con reliquiaaas? Su confusión me alegró porque últimamente los peregrinos se han vuelto algo sanguinarios. En cuanto ven que el papa ordena cocer en aceite hirviendo a los estudiantes luteranos, se desmadran. Veía sus pensamientos, en sus codiciosos ojillos: En Roma, apuñalar a un fraile para robarle su emblema de oro, no tiene ninguna importaaancia...




            El peregrino tiende a creer lo que dice ese Libro de las maravillas, que se vende en cada cruce. No matará, no saqueará, mientras aún mantenga la duda esperanzada de ver el esqueleto de la Virgen o la paloma del Espíritu, asada al tomillo. Estas dudas fueron mi salvación. Discutieron con sus garrotas amarillas. Me deslicé entre una aglomeración, a la altura del arranque de la Espina del Burgo, era la mejor forma de darles el esquinazo. Estiré la cabeza para ver mejor: en el centro del grupito, se representaba una farsa entre un personaje vestido con piel de oso y otro con espada y ballesta. Orso y Valentina, sin duda. Había tenido suerte, casi demasiada. De verdad ¿existe algún sitio seguro para mí en Roma? El temor de ser reconocido por alguien, por cualquiera, ponía mi corazón negro como la tinta. Aceleré el paso, mientras trataba de decidir cual sería el procedimiento más invisible de llegar a Montecaballo. Si iba a pie, nadie me reconocería por mi caballo, pero menguarían las posibilidades de fuga. Sí montado, irritaría a la chusma por poner dificultades a un cómodo sacrificio.
 Era mejor montar mi cabalgadura en la cuadra de Coco Lezone. Pegaso, el caballo que había heredado de Miguel Ángel, abrió al máximo sus orificios nasales. Cuando reconoció mi olor, me hizo ver todo su odio con un desaprobatorio resoplido. No es que lo maltratase, al revés. Sencillamente, estaba acostumbrado a la ligera carcasa del nonagenario. Bajé la capucha hasta los ojos y di riendas. Escuché más que vi como el entorno iba cambiando a mí alrededor. Plegarias y blasfemias: estoy cruzando el Burgo Nuevo. Un alto en la algarabía: de nuevo sentí que una hiel paralizante sustituía a mi sangre. No estaba seguro, pero ese abrigo de paño azul era como los que usa un conocido biógrafo de artistas. ¿Acaso me estaba señalando a la multitud, con su dedo enguantado en cabritilla? Un dedo que quería decir: haced vosotros ¡oh pueblo romano! el despiece y el deshuese de Nelo, como cuando hacéis cuartos a los herejes. Ese pájaro, Volterra, destruyó a Miguel Ángel y sobre todo ¡le huelen los pies! Alcé un dedo la capucha: el motivo por el que había dejado de escuchar voces era porque estaba en medio del puente. Uf, sólo era eso. Ojala pudiese hacer el recorrido a través de las catacumbas.
En mi interior, representé la escena que sucedería en cuanto llegase a Montecaballo. Este monje es Nelo y a ti Vicenta te llamo mi mujer, y tengo derecho a tu cuerpo y lo otro es locura y muerte, y tienes que ser mía, y en el exceso de castidad estuvo la causa de que ahora no pueda ser reconocido por ningún ser humano. La cobardía se está transmutando en fiereza, me dije mientras daba riendas y doblaba por el mercado de Campo de Fiori. Sí, mejor por el mercado, aquí solo vienen los criados. El caballo corcovea, sé que me acabará matando. No le voy a echar la culpa del final que presiento. ¡Pobre! ¡No tengas miedo! A saber que te ha hecho Miguel Ángel. No pienso torturarte con la espuela. Pero incluso sin intervención de caballo, algún accidente o rayo divino tiene que estar a punto de fulminarme. La universidad de San Ivo, ha sentenciado: “Miguel Ángel es un Dios en la tierra, porque supera a la naturaleza y está inspirado por un aliento sobrenatural”. ¿Cómo se llama al que acaba con Dios?
Deicida.
Yo lo había adorado. Tengo que decirlo. Aún hoy, entre tiritonas, mi corazón se llena de calidez cuando lo vuelvo a ver en la cima del andamio de la Sixtina, Dios en majestad. Nosotros, sus ayudantes, empequeñecidos, como gorriones sobre los palcos, pringados de pigmentos: azul tudesco, laca roja, amarillo giaolino, oropimente... Veíamos pasar visita a papas, reyes y emperadores y credo, credo, credo, creíamos, creíamos que en aquella esclavitud, radicaba el secreto de la felicidad. Pescar en el Tíber, si pescaba; garzonear, si garzoneaba; darse a la fuga, cuando el se daba; vestir el luco –esa larga prenda florentina sin mangas-, rancio de sus sudores impregnados en el lecho compartido; si él con una Colona, yo con una Orsini; fingir cólicos de riñón, porque el los sufría; mimetizarse con el artista perfecto, ser él, con él, por él, para él. Mi vida no es una copia; es una línea paralela, un reflejo, nítido de esa fuerza de la naturaleza que fue Buonarroti. Entonces, si le veneraba ¿por qué lo hice? Bah, si alguien espera explicaciones va a quedar decepcionado. El hombre, siempre condena al que quiere sacar cabeza. Nada espero. Cuando, siendo un puro e inocente niño, quise sobresalir, aherrojaron mi cuerpo dentro de un elefante de bronce y me volví loco durante unos días. Mejor no pensar en las secuelas. Diga lo que diga, haga lo que haga, voy a ser castigado. Y luego está este catarro de cabeza que me está taladrando los sesos. Y esta vida de hieles, el corazón oprimido, negrura por doquier, escondido de los humanos como verme o lombriz... Esta vida es muerte, peor que mil muertes. No debería haberlo hecho pero estaba obligado. Fue mi destino, la justificación de mi existencia, mi lugar en el universo, una pálida estrella que, durante un día, obnubiló toda la luz de Buonarroti. Ahora, cobraré las treinta vicentas, quiero decir monedas.
El mercado de los bocoyes, el camino más enrevesado para llegar a Montecaballo. Unos gañanes arrodillados alrededor de una tabla, hacen correr los dados. ¿Por qué me da la impresión que aquel jugador de ojos enrojecidos es un conocido miniaturista croata? El corazón se acelera, falta aire, me ahogo. ¿Qué hago? ¿Doy la vuelta? No ¡que absurdo! ¿Acaso es normal que un noble croata juegue tirado por los suelos? Una bocanada de aire, me devolvió la razón. Decidí dar un gran rodeo por el vícolo de Charcuteros. Me asusté de mi mirada en los charcos: es como la del toro, cuando sale a la plaza de la Marmorata. Lancé una ojeada circular a los puestos de tocinería. De repente, resonó en mi cabeza una voz desagradable, que recordaba difusamente el timbre poco viril de la mía. ¡Eres un estúpido! ¿Olvidas que el hermano de Vicenta es charcutero? Atisbé nerviosamente los tipos que me iban saliendo al paso. Un tipo de caperuza azul y enorme vientre. Delante de él, sobre pieles de zorro cosidas, una cabeza de cerdo pasada, dos pollos, una pila de salchichones. No, éste no. Pero ése que está comprando salami es el carpintero de la Sixtina. Cerré los ojos y en vez de oscuridad vi dolor. Dar riendas para huir de los embutidos. El caballo se levantó de manos. Me imagino la muerte, la única, la mía. ¿O... no? ¿O es que también, tiene que ser como la de Miguel Ángel? ¿Tiene que ser su heraldo un caballo?
 ¿Qué? ¿Ya estamos hablando de la muerte, Nelo? ¿Quién ha hablado nada de la muerte? ¡Y todo porque no eres capaz de pensar en el atropello que te propones! Eres ridículo, dijo mi yo bueno a mi yo malo. Moriré, vale, y no sé como. Pero antes me habré desnudado en el apartamento de Vicenta. Creo que he pagado su precio.
Una campesina ofrece tres ocas y un pollo de ojos amoratados, empalados en una caña de escoba. Guarda en el corpiño una brazada de romero, que saca de vez en cuando para aventar el hedor. Un círculo de ancianos babeantes está a la espera de que repita la operación. Pero un leproso se aprovecha y, por detrás de la tetona, ofrece sus dedos amputados y vendas pringosas a la admiración de la multitud. ¡Mucho mejor! El mercado del pescado: una gran carpa negra ¿o son las moscas? y un congrio cortado por la mitad que aún serpentea. ¿Dónde está Volterra, el que liquidó a Miguel Angel?, escuché no sé si en la calle o en mi espíritu. Sorbí el aire con ansiedad. ¡Nelo a la hoguera!, y sí, era en la calle. Vía Alta Semita, vía de los dos Caballos, pesa tanto el corazón que siento ganas de soltar un grito. Fingí admirar los dos caballos, esculpidos en la cima del Quirinal. Pero lo que a mí me interesaba era un pequeño callejón sin salida, situado en la parte más alta de Montecaballo.

...entonces volví a verme espiando tras la ventana de Vicenta. Desnudo. Dentro, las moscas, enloquecieron sus giros espirales alrededor del jamón. Fuera, abandonada la protección de la columna, apoyé las manos en el alfeizar y me apresté a dar un susto de muerte a Vicenta. O de vivificante gozo carnal, quien sabe. Los indicios al respecto no son concluyentes. Dos golpes de aldaba. Eso es que están llamando en la puerta del piso de abajo. Yo mismo compré esa aldaba. Y el jamón, si vamos al caso. Voces ¡oh, Dios mío! ¿Una visita? ¡Esto era un acto íntimo! Incapaz de dar un paso, la respiración agitada, me quedé de pie, frente a la ventana en la posición más expuesta que pueda imaginarse.
Pisadas vicentinas que bajan, crujientes como sampietrinis. Se saludan. Espero que eso que he oído no sea un beso. Me suena la voz del visitante, tan fatua. Creo que sé quien es, y si acierto, me gustaría saber que pinta aquí. Tal vez venga a dar a Vicenta la noticia de que hice cisco el Juicio. Entonces ella se sentirá orgullosa de mí y ni siquiera será preciso utilizar la fuerza o no hasta el final. En Roma, al que ha cometido un buen asesinato, le hacen caso hasta las... ¡¡¡Nelo!!! ¿Qué es lo que estabas a punto de decir?
 Escuché:
-Lo que yo te diga. Nelo ha desaparecido. Como poco, ha huido a tierras del turco. Llevaba semanas sumido en la desesperación. Los remordimientos debieron ser terribles. Será famoso, por San Eustaquio que fama no le va a faltar. Era todo lo que le importaba. Todas sus aspiraciones quedaron en eso. Cuando la buscas la encuentras. La plebe lo señalará con el dedo “este es el que se ha cargado el Juicio Universal”. Hay casos, también está Judas. Pero si quieres que te de mi opinión –no, no quiere, pensé a voz en grito- yo prefiero los nombres clásicos. ¿Por qué no llamarle el nuevo Bruto? Es adorable que los del taller de Miguel Ángel tengamos esas historias: traición, rencor... ¿no crees que nos da categoría? ¡Lástima que a esta venganza le haya faltado dignidad! En los pasquines han empezado a llamarle el Bragetón y como siempre ¡aciertan! 
            Percibí, o más bien imaginé el olor del visitante, a perfume de jazmines. Lo imaginé allí, junto a la puerta entornada, retorciendo con un dedo los ricitos que habían enamorado a Miguel Ángel, cuando la naturaleza los hizo rubios. Ahora, que son blancos, esa función está encomendada a la flor de manzanilla. Imaginé el temblor de la papada. El que conozca a Tomás de Cavalieri solo por el retrato de Miguel Ángel, no se hará cargo que, a día de hoy, es como una gran babosa en putrefacción. Pero de tanto imaginar no escuché del todo Vicenta. Me supongo lo que habrá dicho.
            -... hacerlo Nelo, lo que sí sé, es que alguien tenía que hacerlo. Así revienten. Van castigados por el mismo rasero, y lo bueno es que cada uno se encargó del otro. ¡Me las han pagado todas juntas!
            -Pero Miguel Ángel... En realidad Miguel Ángel... Teniendo en cuenta que...
            -Vamos Tomás. Sé lo que quieres decir aunque no te salga. ¡Ojo!, no era tan genial como se dice. La prueba es que Tiziano ganó millones, en cambio él... ¿cuánto crees que ganó con la Capilla Sixtina?
            -¿Un perú, un potosí?
            -Vamos di una cifra, la primera que te salga.
            -¿Diez mil ducados?
            -Nada. Por pintar la bóveda, Julio II le dejó a deber dos letras. Y por los muros, Pablo III, le dio el derecho de cobrar peaje por el río Po, que también le concedió a su... a ese asesino. Por supuesto, no cobró nada. ¿Es eso un buen pintor, un buen arquitecto?
            -¿Te refieres a...?
            -¡No digas su nombre!
            -No diré su nombre. Pero has sido tú la que sacó el tema.
            -¡Que se te grabe esto, Tomás! ¡Di una palabra más y te mato! ¡No os aguanto! ¡A ninguno! ¡Oh, sal de aquí, vamos, sal! ¡Sal de esa maldita puerta! ¡Me has levantado dolor de cabeza!
            Ruido de puerta que se cierra. La aldaba que da su típico rebote. Uf, que suerte que se ha marchado. Me di cuenta que Tomás había metido la pata. Estoy seguro que a Vicenta le vino a la memoria el final del pobre Michelagnolo. Se pasó media vida aplastada por el peso de la tragedia.

 Sola, está sola.


   

No hay comentarios:

Publicar un comentario