-NELO, ÁNGEL DE LA DESTRUCCIÓN-
Existen diversas razones para matar a Dios. Que no se crea en él, que sea perjudicial para los negocios, que se proponga su suplantación por otro más puro y flamígero. El deicida encontrará siempre más de un buen motivo. Por añadidura, tendrá un buen corro de seguidores. Pero yo no consigo recordar ningún motivo elevado que me haya empujado a cometer tamaña barbaridad. Lo único malo que podría decir de Miguel Ángel es que su última Piedad parece una raspa de sardina. Pero de eso a suprimir al florentino sólo para poder acostarme con mi mujer, existe una gran diferencia. Debo confesar que me tenía harto el voto de castidad que imponía a sus discípulos. Sobre todo porque, una vez que se aclararon los hechos, deduje que, a los únicos a los que se aplicaba, era a Vicenta y a mí. La expresión completa era “convertiros en campeones de castidad, amigos míos”. Hoy mismo estaba dispuesto a acabar con aquella situación. “¡Vicenta di Jacopo!”, exclamé para mis adentros. “¡Espero encontrarte sola en casa!”
Vive en un pabellón de mi
taller de Montecaballo, él único lugar de Roma donde yo, el pintor del papa, no
tengo entrada. Es más, si estamos a punto de cruzarnos por el barrio, se
esconde. Ahora está indefensa, tras tan sensible pérdida. Palpo mis brazos,
fibrosos por la práctica de la escultura, y me digo que será fácil acabar para
siempre con su cruel personalidad. Me imagino su cara cuando salte por su
ventana y aterrice en pleno centro de su dormitorio, completamente desnudo. En
cuanto se reponga, o sea enseguida, gritará: “¡Así me muera! ¡Se ha vuelto
hombre! Qué... ¿qué clase de broma es esta?” Bien podría mostrarse tan injusta.
¿Aún querrás suscitar mi inquietud,
Vicenta? ¡Justo ahora! ¡Cuando he tenido valor para cometer el acto mas
terrible! Bien podría. Mientras tanto, mis miradas se arrastraran por las
paredes como pulpos; se adherirán a su piel de reflejos azafranados;
anticiparán el único pecado, el último que me queda, tras haber destruido a
Miguel Ángel. Hoy he cambiado la humillación por la cólera.
Le encanta hacer esos juegos de palabras,
sugiriendo que no soy un hombre completo. En cierta ocasión dijo que había
quedado muy intrigada por saber lo que pasó entre nosotros en el Bugiale (el
lugar de los juegos secretos). Sentí un tremendo deseo de matarla. De matarla o
algo así. No, hoy no se va a reír cuando, traída por los cabellos al lecho, dé
salida a violencia, tan lentamente incubada. ¡Viciosa! ¡Las mujeres son unas
viciosas! ¡Todas! Sé todo lo violento que quieras con ellas, ¡ni se inmutan!
¡Aún así! Aún así Vicenta mostrará esa solemne gravedad que mantiene conmigo
desde que a nuestro pequeño, el pobre Michelagnolo, le pasó lo que le pasó. Esa
apretada línea de labios, que yo sé crujientes y húmedos, desde aquella vez que
los besé tras haber esperado mi turno en la cola.
Até
mi caballo a la argolla del obelisco rojo. Sus ojos despavoridos eran fiel
reflejo de lo accidentado del trayecto. Apliqué la palma de la mano sobre su
frente para que se calmase. Luego me dispuse a deslizarme por el callejón
lateral. Esta mañana me había disfrazado de franciscano. Eso tuvo lugar hace
una hora, si no mienten las campanas de Roma. La cosa sucedió así: cuando
estaba saliendo de la Capilla Sixtina y vi el panorama, decidí volver adentro y
comprarle su hábito a un fraile. Me lo endosé allí mismo, aún caliente,
encintándome acto seguido con el cordón de nudos. El paseo hasta Montecaballo
había sido tan largo, debido a un incidente con unos peregrinos, que casi me
cuesta un disgusto. Incluso ahora, después de descabalgar, no las tenía todas
conmigo, pues había un pequeño tumulto junto a la fuente. Lancé una última
ojeada al caballo, que se tranquilizó al ver que me alejaba; luego palpé el
disfraz, comprobándolo todo. La estameña frailuna delató a mi mano el relieve
de una medalla, en directo contacto con mi cuerpo excitado. Nada más. Allí
debajo solo había un hombre desnudo, un hombre que no se hacía preguntas sobre
su virilidad. Traté de decidir cual era el camino más discreto al
callejón. Por delante de la viña de
Carafa era más corto, pero podía ser reconocido y tendría que dar explicaciones
sobre lo que acababa de hacer. Bastante lío había tenido con los peregrinos.
Era mejor por la fuente de los dos Caballos, donde los aguadores y los muleros
suelen ir a lo suyo.
Hoy,
este día de invierno de 1566, Vicenta, si quisiera, podría encontrar
justificación en su conciencia para el hecho de que por fuerza, iba a robarle
esa prenda que me negaba. ¿No le habían dicho que ya no existía el divino
pintor, que la pintura divina había sido destruida? ¿Qué mi hombría ya no está
en cuestión? ¿Qué está equivocada, que a quien debe venerar ahora no es a
Miguel Ángel Buonarrotti? El Concilio de Trento ha dictado sentencia contra el
fresco del Juicio Universal y buscado
para ejecutarla a Nelo Riciarelli, aunque muchos me llaman por el nombre de mi
pueblo, Volterra. He pagado lo máximo que se puede pagar por una mujer ¿existe
algo que iguale al deicidio?
Antes de saciar mi libido con sus curvas
desvergonzadas, decidí fijar en mi retina los detalles del paisaje. Me había
propuesto que este acto de amor necesario iba a ser el que trajera a la memoria
en el momento de la muerte. Tal vez pudiera considerarse más santo hacer como
hizo Miguel Ángel, que en cuanto estuvo en agonía, delante de mí, me pidió que
le leyera la Pasión de Cristo. Pero ahora, en el momento de la verdad, quizá
deba reconocer que yo estoy hecho de otro barro. O sea de barro.
Había una manada de mulas
en la fuente de los dos Caballos y también el borrico de un aguador llamado Caco,
abrumado por un par de toneles. ¡Ahora lárgate y deja beber a las mulas, viejo
estúpido!, dijo un mulero de rostro embozado, y luego, mirando para mí: No
puede entender que en su burro no cabe toda el agua. Levanté la vista. Las
estatuas de los dos caballos, color de leche agria, se recortan sobre sus
podios contra el rosa de la bruma romana, compuesto por pálidos miasmas de
cólera y peste. Giré la vista a la izquierda y miré con los ojos del corazón.
Este era el monasterio. Me vi allí, hace un cuarto de siglo, en aquellas
tertulias sobre arte o filosofía que tenían lugar en el convento de San
Silvestre del Quirinal, por otro nombre el Montecaballo. Pero a día de hoy, lo
único que conseguí reconocer, fue una red de lianas que cubría los escombros
del convento. Un rayo de sol iluminó el conjunto, deshizo la penumbra. Atisbé
entonces el bulto de un animal muerto, cerdo o cabra. Ah, de ahí venía el olor.
Pero no voy a ganar nada retrasando el momento fatal. No te recrees con el paisaje.
Entré
en la calleja que da espaldas al pabellón donde vive. En realidad se trata de
una dependencia de mi taller, separada por un patio. Tras echar un vistazo,
comprobé que seguía siendo vulnerable: allí estaba el pasaje sin salida donde,
muy de mañanita, todos se alivian los meados; al fondo, el muro de toba con
apoyos para los pies; arriba la vieja galería. ¡La muy desvergonzada! Anda
siempre echando esas miradas negras, ya no tan incandescentes, con el escote
bajo, casi desnuda, en plena calle. Y ¿qué decir de esos antebrazos de nieve,
como apetitosos requesones? Trepé, conteniendo una imprecación a consecuencia
de los pinchazos de los cardos. Al encaramarme al balcón, la madera emitió un
quejido. ¿O eran mis viejos huesos? Inmóvil, ausculté los sonidos de la casa,
mi querida casa de Montecaballo, de la que ella me había expulsado. Nada. Me
situé tras la columna romana que enmarca la verdadera fachada y me dispuse a
atisbar el interior. Unas palomas que estaban sobre el tejadillo emprendieron
el vuelo con gran escándalo. Sentí pudor, debido a la total desnudez de mi
cuerpo bajo el disfraz. Estaos quietos, dije a mis huevos. Es que campaneaban
como la catedral de Letrán, el día de la fiesta de los claveles. Pasados los
cincuenta es conveniente una bragueta, para según que atropellos. Ahora
entiendo porqué el papa me mandó ponerle bragas a las imágenes del Juicio Universal. ¡Vaya!, he metido la
pata. Se me ha escapado que destrocé los frescos de la Capilla Sixtina, la obra
maestra del Buonarroti. En fin, aún no ha llegado el momento de flagelarme con
ese apodo de Braguetón, (ponedor de
braguetas), con el que sin duda la posteridad me conocerá. Tengo una larga obra
por delante, a lo largo de la cual, daré cumplida respuesta a todas las
interrogantes.
Ya
más seguro, ante la ausencia de reacciones me abracé a la columna y me desplacé
circularmente hasta quedar situado en un lateral de la ventana, que me permitía
ver sin ser visto. Aquí el balcón se interrumpe y lo pies se apoyan en una viga
de apenas una cuarta. Dios mío, Nelo ¿estás seguro de que has planificado bien
el asalto? Otro pensamiento se superpuso a este. ¿Por qué le repugno tanto a
Vicenta? Forzando la vista, distinguí un jamón que colgaba de un gancho. ¿Por
qué mi sola presencia le produce nauseas? ¿Por qué no me pregunta a la cara las
cosas que sospecha o teme? Al principio, la imaginé más que verla, a
consecuencia de la diferente luminosidad del interior. Se estaba acicalando con
el peine de tortuga que le compré en Livorno. Una vez que se acostumbraron los
ojos, la recorrí con la vista. Advertí que vestía una camisa de muselina, muy
fruncida, ribeteada en el pecho por una tira color cobre. El escote, recto, era
enorme, enorme. Aquel abultamiento cárdeno del corpiño... ¿Cómo se hace para
arrancar un corpiño? Estudié dolorosamente cada detalle. Mangas de batista
blanca, cinturón de fantasía, el pelo, tapado hasta la mitad por un pañuelo
bicolor. Era como si me esperase, si no fuera por el hecho de que, entre
nosotros, era yo el único que esperaba desesperadamente. Es que Nelo es tan
infinitamente casto que revienta de castidad. Esta vez aquel asaltante que
tenía mi aspecto, pero que no se parecía
en nada a mi yo habitual, no necesitaría permiso. Aquel día, mi humillación
había sido barrida por la tempestad.
En cuestión de segundos se iba a desarrollar
el asalto y puedo afirmar que es incierto el rumor que esparció Vasari, de que
llevaba en mente el asesinato. Rompería con las ataduras morales. Tomaría la
mercancía que había pagado. Una mercancía que en los tiempos del papa Sixto,
cuando solo se cotizaban las adolescentes, habría sido considerada demasiado
mayor. Pero, desde que Miguel Ángel dio rienda suelta a los instintos en su Juicio Universal, la impudicia viscosa
nos tiene a todos, jóvenes y viejos, atrapados en su magma. ¿Se habrá visto
jamás descoco tal, como el del anciano de barba blanca que se ve a la derecha
del fresco? Las húmedas cuarentonas, ya no se consideran perversas, sino
exploradoras de su propio cuerpo. ¿Y tú Nelo, a tus cincuenta y siete? Bah, yo
soy un hombre.
Sentí
que esta vez no iba a abandonarme la
fuerza externa que me llevaba en volandas, fruto de la trasgresión que había
cometido ayer en la Capilla Sixtina. ¿No hay vuelta atrás? ¿De verdad creía que
era cierto eso? Decidí que sí. En tal caso ¿por qué no recrearme? Ahora que
había terminado de peinarse, podía esperar. Se inclinó hacia delante. Al
hacerlo, se ahuecó el vertiginoso escote y se le vieron unas blanquísimas
mamas. ¿No es curioso que los atezados sean color azafrán? La simple visión de
aquella nieve, es como dar agua al sediento. Entonces, la muy impúdica dio como
una especie de salto, estiró ambos codos hacia atrás, proyectó el cuerpo
adelante y... se quedó completamente desnuda. ¿Qué pretende, provocando con
esas ancas de jaca? Requesón y miel. No podía dejar de mirar fijamente aquellas
tetas entreveradas de azafrán. Si pudiera soltar una mano, me la llevaría a la
frente, no sabía que hacer, donde poner los ojos. Pero, a mi edad, si sueltas
la columna, te matas. Para relajarme, distraje la mirada en la fuente de los
dos Caballos. El remedio se reveló ineficaz. Poco después, me encontraba de
nuevo con la vista prendida en esos interesantes toques de piel azafranada. Se
aplicó ungüento en la piel. Dios, no podía soportarlo. ¿Y si no era seguro el asunto? ¿Estás convencido de
que aquella vez funcionaste? Oh, las tetas se movían como locas. Cielos, ahora
sus pies. Bailan sobre las puntillas como unos descocados. Pequeños y blancos,
aquí encajan, en esta mano. Es irresistible.
El
corazón se había acelerado a causa de la escalada y aún no sabía cuanto más se
aceleraría en el momento del salto. Y luego estaba lo de desnudarme del
disfraz. Hasta aquí, había cumplido su misión. Ya dentro, sería un obstáculo.
Un tirón y ya está, eso es lo que había pensado al salir de la Capilla Sixtina.
Ponte a dar un estirón agarrado a una columna, a bordo de una estrecha
pasarela. Y el cíngulo de nudos ¿qué? ¿Eh? Esto es una columna porosa,
procedente de las antiguas termas. Te quedas a ciegas, por un momento te quedas
a ciegas. Qué vértigo. Claro que una violencia como la que iba a cometer, es un
acto reservado a un león o un jabato. Y yo no soy león ni jabato, sino una
oruga pegajosa. Y a ella, la mayoría de las personas no la consideraría una
gacela. Alguno diría esa tontería de que los pechos de Vicenta le gustaban más
cuando eran dos bolas de marfil y no ahora, que son unos caracoles gigantes
cuesta abajo. O que partes del estómago se le habían pegado a la cara. Pero
nada puede ser más incierto. Los buenos frutos ganan dulzor cuando maduran.
Estos pensamientos... ¡Alto! ¿Nos vamos a volver atrás ahora? No, claro. Yo iba
a quitarme el hábito por la cabeza, como un rayo.
Me propuse olvidar los escrúpulos. Pero cuando
ya me había arremangado hasta el pecho, noté que el cíngulo de cuerda se
enredaba en la medalla acreditativa de mi cargo como pintor del Concilio. Entre
equilibrios, me puse a deshacer el nudo y eso, bien, digamos que eso me enfrió
un poco. Lo que me da ocasión para contar como es la famosa medalla. Solo son
de oro las seis volutas vegetales que la enmarcan. No soy yo el que lo dice,
sino Bini, el prestamista, donde la acabo de desempeñar. El resto, sostiene, es
de una aleación de plata y oro, llamada electrón. Tiene forma de pera, coronada
por las dos llaves pontificias y el sombrero tres-reinos. En su centro, brilla
una custodia escoltada a su vez por dos pequeñas medallas ovales inclinadas, en
oposición. La de la derecha, representa la Asunción de la Virgen; la de la
izquierda, un incensario, símbolo del valor de la oración que, como el humo, se
eleva al cielo.
Salgamos de esta de
cualquier forma. Arráncalo, tíralo todo al callejón. No, es imposible. ¿Qué
diría el concilio si el emblema de su delegado aparece tirado a la vera de
una... de una... de una pintora? (una persona recién llegada a Roma muy bien
hubiera podido tomar a Vicenta por una pintora). Desanudado el cíngulo. Zis
zas. Desnudo. Estoy desnudo. Un momento... ¿Lo estoy? ¿Se puede considerar
desnudo a quien luce una joya que le acredita como sucesor de Miguel Ángel?
¡Bah!, estoy fuera de mí y en estas circunstancias todo el mundo te concede una
gran libertad. Interesante situación la de salirse de sí. Están permitidos el
rapto, la violación, la desnudez, con o sin
insignia, el asesinato... Incluso puedes saquear Roma, jugar al calcio con las cabezas de los apóstoles
o cazar niños. Estaba aprendiendo a salirme de mí y ya era capaz de inyectar
los ojos en sangre y todo eso. Encontraría injusto que, tras el arrebato que
sufro desde ayer, alguien viniera a suscitar las viejas cuestiones.
Seguí mirando. Esa viciosa... me provoca de
nuevo con los pies angelicales, crujientes como sanpietrinis de mazapán. Puta.
¡Puta, más que puta, requeteputa! Esa desvergonzada... se inclina hacía atrás,
unge la espalda, pasea la lengua por los labios, muestra el... Dios mío, esto
es una tortura. Tengo que entrar. Agaché la cabeza para atisbar mi propio
cuerpo. Sobre el pecho, ancho y blanco, del que mis camaradas dicen esa
tontería de que les parece femenino, el brillo metálico de la medalla. Si la
dejo al alcance de la calle, seguro que me la roban, en esta ciudad de mendigos
que nos ha dejado el Saco de Roma.
Una última ojeada al interior. Las moscas revoloteaban, girando alrededor del
jamón.
-¡Se acabó! –grité con
voz susurrada, al tiempo que tensaba los músculos, preparándolos para el salto.
Las moscas aceleraron sus vueltas, en una espiral enloquecida.
Hasta ayer había sido un
cobarde. Hoy...
...hacía
una hora, me había escabullido de la Sixtina, donde había ido a regodearme en
la escena del crimen. Entendámonos: los obispos, los cardenales, la familia
papal y toda la clerigalla no lo consideraron un crimen ni cosa que se le
parezca: me sahumaron con incensarios e incluso me arrojaron los huesos de los
faisanes con que celebraron el evento. Huesos con mucha carne. No fue culpa
suya sí el cardenal Borromeo me alcanzó en un ojo. El problema está en mi
nariz, que no detiene los... pero ya habrá tiempo de hablar de mi nariz. Al
salir de la Sixtina empezó a llover y, bueno, los peregrinos no me miraban con
buena cara. Sus miradas, afiladas, parecían decir ¿dónde habré visto al tipo de
la cara de serpiente? Luego abrían los ojos de golpe y era que ¡ya! De pronto,
habían recordado. Empezaron a preguntarse unos a otros por una cuerda, sin
perderme de vista ni un instante. Algo muy razonable entre gentes que tienen
que atar sus caballerías, la cuerda. Lo
que pasa es que un ermitaño de piernas rencas tuvo a bien ilustrar a la
multitud sobre como la utilizaban los Médicis de Florencia. La cuerda. Colgaban
a los reos desde las ventanas del palacio de la Señoría, no por el cuello, sino
cabeza abajo. Los ropajes se les venían a la cara y quedaban con las braguetas
al aire. Deduje que, en materia de cuerdas, si admiraban a los odiados Médicis.
No esperé a comprobar para qué la querían y me metí de nuevo en el palacio
Pontificio.
Es fácil adivinar el tipo
de disfraz que se puede conseguir en el Vaticano. Un hábito franciscano, color
malaria, con capucha aparte y cordón de nudos para completar el conjunto. Pero
en cuanto me miro en los charcos de este triste mediodía de marzo, que es casi
medianoche, me reconozco de inmediato. Tan feo, que dudo que nada de lo que
cuente, sirva para hacerse una idea. Si permitiera que me retratasen, aquello
iba a parecer un rodaballo en la playa de Ostia, resecándose al sol. Baste
decir que, en mi biografía, Vasari piensa utilizar como retrato uno de Carpi,
vuelto del revés. Nariz alineada con la frontal, en sentido descendente, como
lagarto o tortuga. ¿Pelo o estropajo? Boca saliente, como si fuera pico de
púrpura carnosidad. ¿O es un tumor? Si quiero que me ahorquen por lo que hice a
Miguel Ángel, lo mejor que puedo hacer es seguir con esta cara, muy a la vista.
Mejor la tapo. La unto con albayalde, tizno los ojos. Ahora parezco una
cortesana octogenaria desnarigada por el verdugo. Mejor así. Espero que cuando
sobrevenga la resurrección de la carne me asignen otro cuerpo. ¡Ah, no, a mí no
me hacen repetir! Antes me hago luterano. Por suerte, el hábito tapa un pecho
tan ancho como mi altura, que tampoco es mucha. Incluso alguien que no tenga
mucha vista, podría confundirme con un atleta. En cuanto a la barba, he oído
que la de cierto emperador constituía el paraíso de las pulgas. Deduzco que esa
barba en abanico es mi único rasgo imperial.
Bah, en cuanto supe que el dios de los
Infiernos violó a una tal Proserpina y se la llevó consigo, me dije ¿y por qué
no tú, Nelo? ¿Qué te puede inquietar? Nosotros, los malvados, podemos catar las
bellezas que se nos antojen, como fruta en un frutero. Y Vicenta, aunque a mí
me hace daño solo con su desnudez, no sería para todos una beldad. Espero que
se me entienda si digo que la nariz es como la de Cleopatra y el vientre revela
que ha parido al pobre Michelagnolo. ¡Pobrecito! Uno no se equivocaría mucho si
piensa que la aparición en escena de esa desdichada criatura, fue la causa
remota de que yo hubiese osado cometer la terrible aniquilación. Vicenta la ha
provocado. La clave estuvo en lo que sucedió la pasada navidad. Por esa fecha,
aún no había puesto mi mano encima del cuadro de Miguel Ángel y creo que ni se
me había pasado por la imaginación. Vicenta abrió la ventana del patio y puso a
secar unas medias de punto rosas. Yo formulé por millonésima vez la pregunta
vital, en la que me va todo. Para mi estupefacción, esta vez sí respondió:
-Será mejor que te
largues de aquí o... ¡juro por Dios que te mato!
-Solo quiero saber de
quien es.
-Estás cansado de
saberlo. Por eso lo mandaste a la tumba.
-¿Quieres decir que...
que... que él...?
-¡Él! ¡ÉL! ¡Miguel Ángel!
¡Es de Miguel Ángel! Ahora puedes morirte. Como le has matado, mátate. ¡Largo
de aquí!
Hacía
cosa de una hora menos unos minutos, había vuelto a salir de la Capilla
Sixtina, ya disfrazado. Atrás había quedado el sacrificio de Miguel Ángel: el
hijo liquida al padre. Mientras bajaba la escalinata, un zumbido creciente me
indicó que la colmena vaticana se había puesto en actividad, a tan avanzada
hora de la mañana. Abrir y cerrar de puertas, crujir de cerraduras, golpear de
tablas, arrastrar de pasos. Eran frailes, que se dirigían a sus confesonarios,
vendedores de agnusdei místicos, que pregonaban su mercancía, banqueros que
desplegaban divisas sobre sus bancos de madera, presbíteros, sacristanes y
monaguillos que empezaban a misar en las capillas del complejo vaticano, eran
atracadores que de un garrotazo aliviaban del peso de la bolsa a ricos
peregrinos; eran puestos de venta de indulgencias que descorrían sus cerrojos;
era Fachino el albañil, que reparaba una gotera a martillazos. Y estaban los
aficionados, los amantes del arte que brotaban de las calles aledañas a San
Pedro, como ratas en ciudad apestada. Y nos animaban a los artistas, nos
lanzaban monedas de cobre, salchichones e incluso indulgencias (estas a cobrar
en el Cielo). Había montañas de aficionados. Después entraban en la Sixtina y
veían lo que yo había hecho, y ya quedaban menos y no lanzaban nada. Un olor
mezclado de incienso, frituras y moho verde, colaboró a ponerme de los nervios.
En este momento se rebeló lo acertado de mi previsión de salir disfrazado,
porque ya no había nadie que lanzara alabanzas a lo que había visto en la
Capilla Sixtina.
-¡Eh, tú, fraaaile! -dijo
alguien de entre un grupo de montañeses con plumas de airón en el sombrero,
dientes sarrosos y garrotas amarillas- Haz el favor de bendecir nuestros
agnusdeeei.
Bendije como pude aquellos corderitos de loza,
cristal o miga de pan, que todos se quieren llevar como recuerdo. No pude menos
de escuchar lo que decían unos a otros y me di cuenta que a ni uno solo le
convenció lo que había visto en la Sixtina. “¿Dónde estará el asesino?”
“Volterra, cara de tortuga ¿dónde te escondes?”. A pesar de que venían de la
capilla y lo lógico es que hablaran de asesinato
en sentido figurado (asesinato de la obra como asesinato del artista), por un
momento me flaquearon las rodillas. Me preguntaba si habrían descubierto mi
terrible secreto: que a un viejecito de 89 años como Miguel Ángel, bastó un
soplo de nada para matarlo. Hacer mella en su corazón, descargándole encima la
implacable verdad. Aunque se trataba únicamente de la destrucción del fresco,
como indicaban unas laminas que los montañeses blandían con fuerza de anatemas.
-Oye hermano, estás
doblando las rodillas. Y, ahora que me fijo, te miras mucho el pecho. ¿No
puedes concentrarte en nuestros agnusdeeei? ¿Es que solo te interesa el
colgante que llevas escondido bajo el háaabito?
Sentí
sus miradas clavadas en el bulto que hacía mi colgante. Por el rabillo del ojo
observé sus boinas de paño, sus espaldas, mojadas por la lluvia, que al
encorvarse les hacían toser. Algunos no volverán a su tierra. Bendije el lote
de agnusdei unas diez veces ¿no irán a ponerse codiciosos y querrán robar mi
colgante? ¿No serán tan salvajes, verdad? O quizás ¡son capaces de desnudarme,
aquí, en pleno San Pedro!
-¿Lo que llevo dentro?:
Oh, mi agnusdei de madera –dije, agarrando con gesto rapaz, las mangas del
jubón de mi interlocutor-. Está tocado con la cabeza de San Juan. Puedo
presentaros un testigo... bueno, habrá que esperar a que salga de la cárcel. ¡Bah,
en Roma hay muchos agnus tocados de santos, en vuestros Alpes, ninguno! ¡Os lo
cambio por los vuestros!
Los
montañeses me plantearon un amplio muestrario de preguntas, como: ¿Qué cabeza
de San Juan? ¿Por qué está en la cárcel? ¿Todos los agnusdei están tocados con
reliquiaaas? Su confusión me alegró porque últimamente los peregrinos se han
vuelto algo sanguinarios. En cuanto ven que el papa ordena cocer en aceite
hirviendo a los estudiantes luteranos, se desmadran. Veía sus pensamientos, en
sus codiciosos ojillos: En Roma, apuñalar a un fraile para robarle su emblema
de oro, no tiene ninguna importaaancia...
El
peregrino tiende a creer lo que dice ese Libro
de las maravillas, que se vende en cada cruce. No matará, no saqueará,
mientras aún mantenga la duda esperanzada de ver el esqueleto de la Virgen o la
paloma del Espíritu, asada al tomillo. Estas dudas fueron mi salvación.
Discutieron con sus garrotas amarillas. Me deslicé entre una aglomeración, a la
altura del arranque de la Espina del Burgo, era la mejor forma de darles el
esquinazo. Estiré la cabeza para ver mejor: en el centro del grupito, se
representaba una farsa entre un personaje vestido con piel de oso y otro con
espada y ballesta. Orso y Valentina,
sin duda. Había tenido suerte, casi demasiada. De verdad ¿existe algún sitio
seguro para mí en Roma? El temor de ser reconocido por alguien, por cualquiera,
ponía mi corazón negro como la tinta. Aceleré el paso, mientras trataba de
decidir cual sería el procedimiento más invisible de llegar a Montecaballo. Si
iba a pie, nadie me reconocería por mi caballo, pero menguarían las
posibilidades de fuga. Sí montado, irritaría a la chusma por poner dificultades
a un cómodo sacrificio.
Era mejor montar mi cabalgadura en la cuadra
de Coco Lezone. Pegaso, el caballo que había heredado de Miguel Ángel, abrió al
máximo sus orificios nasales. Cuando reconoció mi olor, me hizo ver todo su
odio con un desaprobatorio resoplido. No es que lo maltratase, al revés.
Sencillamente, estaba acostumbrado a la ligera carcasa del nonagenario. Bajé la
capucha hasta los ojos y di riendas. Escuché más que vi como el entorno iba
cambiando a mí alrededor. Plegarias y blasfemias: estoy cruzando el Burgo
Nuevo. Un alto en la algarabía: de nuevo sentí que una hiel paralizante sustituía
a mi sangre. No estaba seguro, pero ese abrigo de paño azul era como los que
usa un conocido biógrafo de artistas. ¿Acaso me estaba señalando a la multitud,
con su dedo enguantado en cabritilla? Un dedo que quería decir: haced vosotros
¡oh pueblo romano! el despiece y el deshuese de Nelo, como cuando hacéis
cuartos a los herejes. Ese pájaro, Volterra, destruyó a Miguel Ángel y sobre
todo ¡le huelen los pies! Alcé un dedo la capucha: el motivo por el que había
dejado de escuchar voces era porque estaba en medio del puente. Uf, sólo era
eso. Ojala pudiese hacer el recorrido a través de las catacumbas.
En mi interior,
representé la escena que sucedería en cuanto llegase a Montecaballo. Este monje es Nelo y a ti Vicenta te llamo
mi mujer, y tengo derecho a tu cuerpo y lo otro es locura y muerte, y tienes
que ser mía, y en el exceso de castidad estuvo la causa de que ahora no pueda
ser reconocido por ningún ser humano. La cobardía se está transmutando en
fiereza, me dije mientras daba riendas y doblaba por el mercado de Campo de
Fiori. Sí, mejor por el mercado, aquí solo vienen los criados. El caballo
corcovea, sé que me acabará matando. No le voy a echar la culpa del final que
presiento. ¡Pobre! ¡No tengas miedo! A saber que te ha hecho Miguel Ángel. No
pienso torturarte con la espuela. Pero incluso sin intervención de caballo,
algún accidente o rayo divino tiene que estar a punto de fulminarme. La
universidad de San Ivo, ha sentenciado: “Miguel Ángel es un Dios en la tierra,
porque supera a la naturaleza y está inspirado por un aliento sobrenatural”.
¿Cómo se llama al que acaba con Dios?
Deicida.
Yo lo había adorado.
Tengo que decirlo. Aún hoy, entre tiritonas, mi corazón se llena de calidez
cuando lo vuelvo a ver en la cima del andamio de la Sixtina, Dios en majestad.
Nosotros, sus ayudantes, empequeñecidos, como gorriones sobre los palcos,
pringados de pigmentos: azul tudesco, laca roja, amarillo giaolino,
oropimente... Veíamos pasar visita a papas, reyes y emperadores y credo, credo,
credo, creíamos, creíamos que en aquella esclavitud, radicaba el secreto de la
felicidad. Pescar en el Tíber, si pescaba; garzonear, si garzoneaba; darse a la
fuga, cuando el se daba; vestir el luco
–esa larga prenda florentina sin mangas-, rancio de sus sudores impregnados en
el lecho compartido; si él con una Colona, yo con una Orsini; fingir cólicos de
riñón, porque el los sufría; mimetizarse con el artista perfecto, ser él, con
él, por él, para él. Mi vida no es una copia; es una línea paralela, un
reflejo, nítido de esa fuerza de la naturaleza que fue Buonarroti. Entonces, si
le veneraba ¿por qué lo hice? Bah, si alguien espera explicaciones va a quedar
decepcionado. El hombre, siempre condena al que quiere sacar cabeza. Nada
espero. Cuando, siendo un puro e inocente niño, quise sobresalir, aherrojaron
mi cuerpo dentro de un elefante de bronce y me volví loco durante unos días.
Mejor no pensar en las secuelas. Diga lo que diga, haga lo que haga, voy a ser
castigado. Y luego está este catarro de cabeza que me está taladrando los
sesos. Y esta vida de hieles, el corazón oprimido, negrura por doquier,
escondido de los humanos como verme o lombriz... Esta vida es muerte, peor que
mil muertes. No debería haberlo hecho pero estaba obligado. Fue mi destino, la
justificación de mi existencia, mi lugar en el universo, una pálida estrella
que, durante un día, obnubiló toda la luz de Buonarroti. Ahora, cobraré las
treinta vicentas, quiero decir monedas.
El mercado de los
bocoyes, el camino más enrevesado para llegar a Montecaballo. Unos gañanes
arrodillados alrededor de una tabla, hacen correr los dados. ¿Por qué me da la
impresión que aquel jugador de ojos enrojecidos es un conocido miniaturista
croata? El corazón se acelera, falta aire, me ahogo. ¿Qué hago? ¿Doy la vuelta?
No ¡que absurdo! ¿Acaso es normal que un noble croata juegue tirado por los
suelos? Una bocanada de aire, me devolvió la razón. Decidí dar un gran rodeo
por el vícolo de Charcuteros. Me asusté de mi mirada en los charcos: es como la
del toro, cuando sale a la plaza de la Marmorata. Lancé una ojeada circular a
los puestos de tocinería. De repente, resonó en mi cabeza una voz desagradable,
que recordaba difusamente el timbre poco viril de la mía. ¡Eres un estúpido! ¿Olvidas que el hermano de Vicenta es charcutero?
Atisbé nerviosamente los tipos que me iban saliendo al paso. Un tipo de
caperuza azul y enorme vientre. Delante de él, sobre pieles de zorro cosidas,
una cabeza de cerdo pasada, dos pollos, una pila de salchichones. No, éste no.
Pero ése que está comprando salami es el carpintero de la Sixtina. Cerré los
ojos y en vez de oscuridad vi dolor. Dar riendas para huir de los embutidos. El
caballo se levantó de manos. Me imagino la muerte, la única, la mía. ¿O... no?
¿O es que también, tiene que ser como la de Miguel Ángel? ¿Tiene que ser su
heraldo un caballo?
¿Qué? ¿Ya estamos hablando de la muerte, Nelo?
¿Quién ha hablado nada de la muerte? ¡Y todo porque no eres capaz de pensar en
el atropello que te propones! Eres ridículo, dijo mi yo bueno a mi yo malo.
Moriré, vale, y no sé como. Pero antes me habré desnudado en el apartamento de
Vicenta. Creo que he pagado su precio.
Una campesina ofrece tres
ocas y un pollo de ojos amoratados, empalados en una caña de escoba. Guarda en
el corpiño una brazada de romero, que saca de vez en cuando para aventar el
hedor. Un círculo de ancianos babeantes está a la espera de que repita la
operación. Pero un leproso se aprovecha y, por detrás de la tetona, ofrece sus
dedos amputados y vendas pringosas a la admiración de la multitud. ¡Mucho
mejor! El mercado del pescado: una gran carpa negra ¿o son las moscas? y un
congrio cortado por la mitad que aún serpentea. ¿Dónde está Volterra, el que
liquidó a Miguel Angel?, escuché no sé si en la calle o en mi espíritu. Sorbí
el aire con ansiedad. ¡Nelo a la hoguera!, y sí, era en la calle. Vía Alta
Semita, vía de los dos Caballos, pesa tanto el corazón que siento ganas de
soltar un grito. Fingí admirar los dos caballos, esculpidos en la cima del
Quirinal. Pero lo que a mí me interesaba era un pequeño callejón sin salida,
situado en la parte más alta de Montecaballo.
...entonces volví a verme
espiando tras la ventana de Vicenta. Desnudo. Dentro, las moscas, enloquecieron
sus giros espirales alrededor del jamón. Fuera, abandonada la protección de la
columna, apoyé las manos en el alfeizar y me apresté a dar un susto de muerte a
Vicenta. O de vivificante gozo carnal, quien sabe. Los indicios al respecto no
son concluyentes. Dos golpes de aldaba. Eso es que están llamando en la puerta
del piso de abajo. Yo mismo compré esa aldaba. Y el jamón, si vamos al caso.
Voces ¡oh, Dios mío! ¿Una visita? ¡Esto era un acto íntimo! Incapaz de dar un
paso, la respiración agitada, me quedé de pie, frente a la ventana en la
posición más expuesta que pueda imaginarse.
Pisadas vicentinas que
bajan, crujientes como sampietrinis. Se saludan. Espero que eso que he oído no
sea un beso. Me suena la voz del visitante, tan fatua. Creo que sé quien es, y
si acierto, me gustaría saber que pinta aquí. Tal vez venga a dar a Vicenta la noticia
de que hice cisco el Juicio. Entonces ella se sentirá orgullosa de mí y ni
siquiera será preciso utilizar la fuerza o no hasta el final. En Roma, al que
ha cometido un buen asesinato, le hacen caso hasta las... ¡¡¡Nelo!!! ¿Qué es lo
que estabas a punto de decir?
Escuché:
-Lo que yo te diga. Nelo
ha desaparecido. Como poco, ha huido a tierras del turco. Llevaba semanas
sumido en la desesperación. Los remordimientos debieron ser terribles. Será
famoso, por San Eustaquio que fama no le va a faltar. Era todo lo que le importaba.
Todas sus aspiraciones quedaron en eso. Cuando la buscas la encuentras. La
plebe lo señalará con el dedo “este es el que se ha cargado el Juicio Universal”. Hay casos, también
está Judas. Pero si quieres que te de mi opinión –no, no quiere, pensé a voz en
grito- yo prefiero los nombres clásicos. ¿Por qué no llamarle el nuevo Bruto?
Es adorable que los del taller de Miguel Ángel tengamos esas historias:
traición, rencor... ¿no crees que nos da categoría? ¡Lástima que a esta
venganza le haya faltado dignidad! En los pasquines han empezado a llamarle el Bragetón y como siempre ¡aciertan!
Percibí,
o más bien imaginé el olor del visitante, a perfume de jazmines. Lo imaginé
allí, junto a la puerta entornada, retorciendo con un dedo los ricitos que
habían enamorado a Miguel Ángel, cuando la naturaleza los hizo rubios. Ahora,
que son blancos, esa función está encomendada a la flor de manzanilla. Imaginé
el temblor de la papada. El que conozca a Tomás de Cavalieri solo por el
retrato de Miguel Ángel, no se hará cargo que, a día de hoy, es como una gran
babosa en putrefacción. Pero de tanto imaginar no escuché del todo Vicenta. Me
supongo lo que habrá dicho.
-...
hacerlo Nelo, lo que sí sé, es que alguien tenía que hacerlo. Así revienten.
Van castigados por el mismo rasero, y lo bueno es que cada uno se encargó del
otro. ¡Me las han pagado todas juntas!
-Pero
Miguel Ángel... En realidad Miguel Ángel... Teniendo en cuenta que...
-Vamos
Tomás. Sé lo que quieres decir aunque no te salga. ¡Ojo!, no era tan genial
como se dice. La prueba es que Tiziano ganó millones, en cambio él... ¿cuánto
crees que ganó con la Capilla Sixtina?
-¿Un
perú, un potosí?
-Vamos
di una cifra, la primera que te salga.
-¿Diez
mil ducados?
-Nada.
Por pintar la bóveda, Julio II le dejó a deber dos letras. Y por los muros,
Pablo III, le dio el derecho de cobrar peaje por el río Po, que también le
concedió a su... a ese asesino. Por supuesto, no cobró nada. ¿Es eso un buen
pintor, un buen arquitecto?
-¿Te
refieres a...?
-¡No
digas su nombre!
-No
diré su nombre. Pero has sido tú la que sacó el tema.
-¡Que
se te grabe esto, Tomás! ¡Di una palabra más y te mato! ¡No os aguanto! ¡A
ninguno! ¡Oh, sal de aquí, vamos, sal! ¡Sal de esa maldita puerta! ¡Me has
levantado dolor de cabeza!
Ruido
de puerta que se cierra. La aldaba que da su típico rebote. Uf, que suerte que
se ha marchado. Me di cuenta que Tomás había metido la pata. Estoy seguro que a
Vicenta le vino a la memoria el final del pobre Michelagnolo. Se pasó media
vida aplastada por el peso de la tragedia.
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