PRÓLOGO
En
la Edad Media
la alta tecnología venía de Oriente. El comercio, basado en especias (clavo, nuez
moscada, pimienta) y sedas, pero también en brújulas y pólvora, confluía en
Constantinopla tras su paso, bien por el Índico egipcio, bien por la ruta
caravanera asiática. De allí se distribuía a toda Europa. Es bien conocido el
efecto de oscuridad total, de apagón, que produjo la caída de Constantinopla en
poder de los turcos en 1453 y el subsiguiente cierre de fronteras. ¿Y ahora
que? se preguntaron las opulentas flotas de Génova y Venecia, asiduas
visitantes del Cuerno de oro. Si no se podía comerciar a través del Asía Menor,
la solución elemental era alcanzar las costas indias y chinas dando el rodeo
por África y en ello se empeñaron los portugueses que tenían la suerte de estar
situados en primera fila de la nueva ruta, igual que antes lo había estado
Venecia. Sucesivas bases de apoyo naval en Bojador, Guinea y cabo de Buena
Esperanza, fueron acercándoles al objetivo.
Ya se avizoraba la meta, el último salto hacia
el Este, a favor del monzón que empujaría las velas portuguesas primero a la India , luego a la China y las islas de la Especiería. En ese
momento apareció por Lisboa un loco. Colón hablaba sí, de alcanzar el Este por el Oeste, pero también del
Paraíso, del reino de Saba y de la fuente de la Eterna Juventud. Lo primero
podría parecer razonable, puesto que se conocía la redondez del mundo y en el
respetado mapa de Toscanelli solo había una masa de agua entre Hispania y Catay (La China ), precedida esta por
una profusión de islas, la principal de las cuales era Cipango (Japón). Portugal, que ya tenía una ruta asentada en bases
seguras por el Este-Este y, sobre todo, viendo que aquel genovés tenía sus cosas, lo despidió con viento fresco.
En Castilla, los Reyes
Católicos se disponían a terminar en nombre de la cruz la conquista del último
bastión árabe en la península, Granada, tras ocho siglos de combates. Pero el
cuerpo pedía más a aquellas mesnadas y en especial a la clase de los hidalgos,
una especie de samurais cuyo único oficio honorable era la guerra. Piénsese en
don Quijote; la falta de enemigos los haría enloquecer y serían capaces de
arrojarse contra los molinos o incluso algo peor, como por ejemplo los reyes.
Colón se cambió a esta corte, donde cualquier propuesta mesiánica tendría el
campo abonado, con la ventaja de no existir unos técnicos tan duros como los de
la Escuela de
Navegantes portuguesa. Aquí nadie sería capaz de afirmar con conocimiento de
causa que los cálculos de Toscanelli eran errados y que la presunta bañera de
agua entre España y la China
era inmensa (o, mejor dicho, lo sería si no existiese América). En un tiempo
sorprendentemente corto se armaron las tres carabelas en el puerto de Palos,
tan próximo a la nueva ruta, y lo demás creo que no hace falta contarlo.
BATEY. AQUÍ, UNOS EXTRAÑOS CHINOS JUGABAN A LA PELOTA |
El 12 de octubre de 1492
Colón descubrió la China ,
es decir una de sus islas precursoras, Guanahaní. Había tardado poco más de un
mes navegando hacia el Oeste: los portugueses eran rematadamente tontos con su
pesada vuelta semestral al continente africano por los rumbos del Este.
Castilla se había hecho con el fabuloso negocio del comercio mundial sin apenas
mancharse las botas. Como quien bracea entre papeles de celofán para buscar el regalo escondido, así se
aplicó el genovés a descartar febrilmente islas para llegar cuanto antes al
tesoro: el Catay. Era vital apartar aquella procelosa maraña de islas, en
realidad caribeñas, pero para él japonesas o malayas, y desembarcar en la
llamada Tierra Firme. Sus ojos alucinados acabaron por fijarse en Cuba como el
territorio con mayores posibilidades de representar la China.
HIGÜERAS (LA "U" SUENA). CON ELLAS, LOS PRETENDIDOS CHINOS HACÍAN MARACAS |
El segundo viaje fue a
tiro fijo. Colón costeó el sur de Cuba a lo largo de unas trescientas leguas
hasta que decidió darse la vuelta porque había llegado a la conclusión de que
“no existen islas tan grandes” y que por lo tanto ya estaba ante la ansiada Tierra
Firme. Así se lo hizo jurar ante notario a sus hombres y el que se desdijese
recibiría una multa y le sería cortada la lengua, con el añadido de cien
latigazos si el maledicente tenía la desgracia de ser plebeyo. Fue el famoso Juramento Colombino. En el mapa del
descubrimiento que presentó a los reyes, llamado la Carta Plana , Cuba es una
península de China. La superchería se mantuvo largos años y no solo por temor a
perder la lengua o por miedo a la familia Colón (virreyes hereditarios de esta
parte del mundo): también era, diríamos, una idea “razonable”, a la vista del
mapa de Toscanelli. Este segundo viaje ya no había sido a la descubierta, sino
de colonización con albañiles, leguleyos, labradores y poetas; toda una amplia
panoplia de la sociedad castellana de aquel tiempo. También hidalgos, conocidos
como “criados de la reina Isabel”, vale decir su tropa de choque en la guerra
de Granada, para ellos desgraciadamente concluida. Sebastián de Ocampo fue uno
más de los que cruzaron el Océano en busca de trabajo para su espada.
Perteneciente a una de las familias de más rancio abolengo de Santiago de
Compostela (los O Campo, do Campo o del Campo, literalmente de “fuera de
murallas”), quizás no se enorgulleciese de sus tatarabuelos cambeadores, es decir enriquecidos con
el cambio de moneda a los cosmopolitas viajeros que peregrinaban a la tumba del
Apóstol Santiago. Recién ennoblecidos, los Ocampo cometieron el error de apoyar
al rey legítimo Pedro I contra el pretendiente Enrique de Trastámara, lo que
costó el exilio en Portugal a los más conspicuos miembros de la familia. Quizás
en esa falla, aunque también en el espíritu renacentista, estuviera la clave de
la ansiedad de Sebastián de Ocampo por acometer hechos gloriosos. Colón,
descubridor de la China
en Cuba, había dejado un auténtico regalo al primer descubridor audaz que se lo
propusiese.
Los hidalgos castellanos regresaron pronto de este primer contacto con las tierras americanas, horrorizados ante la proverbial capacidad para el desbarajuste de Cristóbal Colón. Conscientes de ello, los reyes, tras un primer tanteo con Bobadilla, enviaron por fin a un hombre de peso a las que ya se empezaba a llamar Las Indias: Nicolás de Ovando, que pronto sería comendador mayor de una de las órdenes militares, Alcántara, vale decir la elite administrativa de aquellos tiempos. Ocampo tuvo que embarcarse en la expedición ovandiana porque durante su estancia en España se las había arreglado para cometer un homicidio, algo sin importancia si uno era hidalgo y acometía una misión peligrosa, tal como estaba considerada la aventura americana.
En sus primeros tiempos
indianos, Nicolás de Ovando se comportó como un gobernador circunspecto, sin
atreverse a superar los límites del Juramento Colombino. Ante una aburrida
perspectiva colonial ceñida a la isla de La Española , Ocampo se aplicó a las labores
agrícolas, levantando una explotación modélica cerca de Santo Domingo a la que
llamó como no podía ser menos, Compostela. Al cabo de unos años, el gobernador
se sintió apremiado por el cerco de la familia Colón que exigía sus derechos
virreinales, ahora ya no en nombre del lunático padre, sino del hijo, Diego
Colón, casado con la nieta del todopoderoso duque de Alba. Desde siempre, una
de las huidas más recomendables fue la “huida hacia delante”. Esta será la
historia del “bojeo de Cuba”, vale decir, darle la vuelta a la isla para
comprobar que no estábamos ante la Tierra Firme. Una decisión llena de
consecuencias, pues al otro lado del mar estaba Méjico y el imperio azteca;
precisamente en Compostela de Azua tenía Ocampo por vecino a un notario gran
aficionado a la pesca llamado Hernán Cortés. Que también se aburría.
Si ya es difícil durante
la vida tener una sola ocasión participar en la Historia con mayúsculas,
que decir de Ocampo, que tuvo dos. A petición de Diego Colón socorrió con
bastimentos y hombres a Vasco Núñez de Balboa que ya avizoraba por informes
ciertos el descubrimiento del mar del Sur (el Océano Pacífico) al que, ¡esta
vez de verdad!, se asoman la
China y el Japón. Pero Balboa había tenido la mala idea de
deshacerse de dos oficiales de la corona, Enciso y Nicuesa, y su cabeza
peligraba en vertiginosa carrera con la salvadora hazaña que la redimiría. Las
cartas que entregó a Ocampo para llevar al rey eran dramáticas: de la rapidez
en la entrega dependería que cosa caía antes; si la gloria o la cabeza de
Balboa. Naufragios y enfermedades determinaron la lentitud del cartero y al
final cayeron las dos cosas: la gloria y la cabeza.
Ocampo es un personaje que congenia inmediatamente con el
espíritu moderno ya que siempre antepuso su faceta de “descubridor” y el trato
pacífico con el indio a la modalidad más exterminadora del “conquistador”. A
pesar de ello, o tal vez por ese motivo, apenas es recordado y hoy solo queda
un islote aislado en el lugar de su naufragio que lo recuerde: cayo Ocampo. Espero que estás páginas vengan a remediar un poco este olvido o al
menos a despertar interés por el más importante de los pioneros gallegos
en el Nuevo Mundo.
Si te interesan las abracadabrantes aventuras del héroe gallego, pincha aquí: Sebastián de Ocampo
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